Thursday, July 16, 2009

Burocracia



Quería escribir esta historia cuando ya tuviera un final feliz. Sin embargo, teniendo en cuenta que vengo de un país burocrático y que vivo en el país que inventó la burocracia, el esperado final feliz puede que se demore unos cuantos meses, así es que acá va la historia:

Resulta que Francia y Colombia tienen un convenio para el intercambio de licencias de conducir o pase, como decimos en Colombia. Teniendo en cuenta el mencionado convenio, en noviembre pasado llevé mi pase modelo 1994 a la Prefectura de Policía de Paris para que procedieran a expedirme un pase francés con todas las de la ley. Solo tuve que presentar una traducción de mi pase hecha por el Consulado Colombiano (que además la hace gratis) y una fotocopia de mi tarjeta de residente temporal. Como era de esperarse, me dijeron que volviera dentro de seis meses a recoger el pase francés ya que era necesario que las autoridades francesas verificaran la autenticidad de mis documentos con las autoridades colombianas.

En abril recibí una carta de la prefectura en la que me pedían que me presentara para terminar el trámite. A los pocos días fui nuevamente a la Prefectura con la idea de recoger mi pase francés pero las cosas no fueron para nada como yo las imaginaba. Después de hacerme esperar como una hora en una sala llena de gente, lo cual me pareció de lo más normal, me hicieron pasar a una oficina en la que me estaban esperando cinco policías en emboscada.

-       Hay un problema con su licencia colombiana me dijo uno de ellos.

Yo pensé que el problema era que mi pase estaba vencido y ya iba a explicarle al polocho que en Colombia los pases no se vencen. No alcancé ni a tomar impulso para lanzar mi explicación cuando otro de los policías, poniendo cara de malo me dijo que mi pase colombiano era falso y que en consecuencia, tenía que acompañarlos a la Comisaría. Yo que pensaba salir de la Prefectura con un documento francés que me acercaría un poco más a la integración europea, salí escoltado por cinco policías que me montaron a una camioneta con aires de papamóvil y me pasearon por todo Paris como a cualquier chusma camorrera.

En medio de todo los policías se portaron bien ya que tuvieron la gentileza de ahorrarme las esposas. Cuando uno de ellos las fue sacando, mi risa burlona (esa risa que sale sin querer queriendo mientras pensamos “pasarme esto a mi”) dio paso a la cara de perro arrepentido y haciendo uso de mis mejores modales les pedí que se guardaran las esposas que yo los acompañaba hasta el mismísimo infierno pero sin las putas esposas. Yo que nunca las he ensayado en la cama, no iba a ensayarlas al frente de Notre Dame ni aunque me mataran.

Luego en la Comisaría la cosa no fue nada mejor. Todos me miraban como al peor de los criminales y me hicieron esperar una hora hasta que uno de los investigadores de la Policía Judicial se dignó a recibirme. Yo traté de mantenerme calmado pero después de unas cuantas preguntas y de ver la cara del interrogador que me decía que nunca en su vida había visto un pase tan falso, se me salió la campesina santandereana que llevo adentro y le dije con mi mejor sonrisa altanera que no se preocupara, que yo estaba seguro de la autenticidad de mi pase y que se lo iba a demostrar. El tipo ni se inmutó y me respondió que el no se preocupaba de nada y que el que tenía que preocuparse era yo porque me estaban imputando una falsedad en documento público. Me quedé mudo.

Después del interrogatorio de rigor, pude saber finalmente el por qué de semejante locura. Resulta que la Prefectura de Policía, antes de expedir el pase francés le pide a la Embajada de Francia en Colombia que verifique si el pase presentado en Francia para el intercambio es válido. La tarea de la Embajada es de lo más sencilla ya que lo único que tienen que hacer es poner el número de pase en la página web del Ministerio de Transporte de Colombia y verificar que los datos son correctos y que el pase es auténtico.

Oh sorpresa! Al poner mi número aparece otro señor, un tal William Alfonso Ospina Espítia. Yo primero preso que Alfonso y primero muerto que William! Sorpresa total, espanto, desconcierto! Que alguien me explique en qué momento dejé de ser Juan Guillermo y cuándo me convertí en William Alfonso.

Después de unas cuantas horas de preguntas y respuestas me dejaron ir, no sin antes pasar por la foto con la pizarrita negra con mi número de “preso” y mi estatura. Primero de frente, luego de perfil y finalmente una “tres cuartos” para estar seguro de tener todos mis ángulos. Ya a esas alturas la situación lo único que me producía era risa y hasta traté de que me dieran una copia de la foto para ponerla en el feisbuk pero parece que es prohibido a no ser que uno sea Paris Hilton.

Al otro día me monté en un avión rumbo a Colombia con el firme propósito de obtener la verdad y limpiar mi nombre, pero eso es otra historia que si la cuento ahora se alarga mucho el cuento así es que se las quedo debiendo.



Thursday, February 5, 2009

Ocho Contratiempos


Hay días en los que uno debería quedarse en casa y no salir ni a la esquina e incluso debiera uno quedarse debajo de las cobijas para evitar cualquier contratiempo. El lunes por ejemplo, hacía un frío terrible y nevaba. Cualquier persona con tres dedos de frente y una cuenta bancaria de varios ceros a la derecha habría tomado la decisión de ivernar. Yo, como el 99.9 por ciento de la población mundial tuve que salir a trabajar, haciendo grandes esfuerzos para no resbalarme en el hielo y maldiciendo a la alcaldía que no saló los andenes a tiempo. Contra todos los pronósticos, fue un día bastante normal y mi coxis y mi orgullo lograron ir y volver intactos de la oficina.

Hay días en los que uno cree que quedarse en casa sería una afrenta y nos sentimos obligados a abandonar el encierro y la seguridad del hogar y nos aventuramos con la esperanza de tener un día inolvidable. Hoy por ejemplo, el cielo amaneció azul, el sol brillaba y las temperaturas exteriores se mostraban bastante clementes. Motivado como pocas veces, me lancé a atravesar la ciudad y decidido a abandonar el uso del metro. Me explico: desde que comenzó a hacer un frío canalla, utilizo muy poco la moto. Mi casco no es “integral” lo que quiere decir que de la nariz para abajo todo se congela, y ni hablar de las manos ya que mis guantes, aunque llenos de protecciones, están también llenos de sistemas de ventilación que me hacían llegar a la oficina con las manos congeladas. Ayer decidí acabar con el martirio y fui a comprar un casco integral y unos guantes que bien podrían servir para manipular uranio enriquecido.

Como es bastante conocido por todos, a mi hasta un vendedor de estrellas me enrolla (acuérdense de la compra de los tenis hace unos meses). En efecto, llegué al almacén con la idea precisa de comprar el casco que ya tenía escogido por Internet y que a mis ojos, era justo lo que yo necesitaba. Pero más me demoro yo en decir que quiero el casco “x” (que es también el más barato) que el vendedor en comenzar a nombrar uno por uno sus inconvenientes. Para resumir, el casco que yo quería no estaba homologado para soportar huracanes de categoría cinco, ni terremotos, ni lluvia de piedras volcánicas de un diámetro superior a 4 centímetros, ni una lluvia de meteoritos por ligera que fuera, ni una despencada por un abismo contundente, cosas que como todo el mundo sabe, suceden en Paris todos los días. Así es que, pensando en mi seguridad, dejé que el vendedor me arrastrara hacia el estante en el que se encontraban los casos de alto turmequé, entre los cuales, Oh sorpresa!, había unos cuantos en rebajas de hasta el 40 por ciento.

Me decidí por un casco ultraseguro disponible en la que el vendedor dijo que era mi talla. Traté de explicarle que mi cabeza no se había encogido desde la última vez que la medí pero no hubo argumento que valiera. Traté de decirle que el caso que uso actualmente es de una talla superior e incluso le dije, después de luchar como un loco para meter mi cabeza en el caso, que a mi modo de ver el caso era un poco pequeño y que me apretaba los cachetes con más fuerza que mi querida madre cuando me regañaba (y eso ya es mucho decir*), pero el vendedor tenía una respuesta para todo: que las tallas cambian de una marca a la otra, que los cojines que aprietan los cachetes ceden con el tiempo, que es más seguro que el casco quede firme, etc. Como el vendedor siempre tiene la razón y yo de motociclista no tengo un pelo, salí de la tienda con un casco y un par de guantes.

Hoy por la mañana salí en mi moto muy contento con mi casco y con mis guantes nuevos. La siguiente fue entonces la cadena de contratiempos:

Primer contratiempo: cualquier imbécil sabe que la respiración en un espacio cerrado produce el efecto conocido como empañamiento (que palabra tan fea). Novato en eso del uso y protocolo del casco integral, no tomé la precaución de abrir la aeraciones y a los pocos minutos no solo me estaba sancochando sino que estaba completamente ciego. Cuando la visera comenzó a empañarse me tranquilicé pensando que era cuestión de unos segundos para que la molestia desapareciera y en efecto, en aquello de los segundos no me equivoqué porque cuando me dí cuenta lo único que veía era los stops de los carros y después nada, vapor total, ausencia de cualquier signo de vida al exterior de mi casco ultraseguro.

Segundo contratiempo: cualquier imbécil sabe que para desempañar un vidrio o en su defecto, una visera, el remedio más efectivo es la entrada de aire por lo que mi primer reflejo fue levantar la visera para dejar pasar el aíre. El problema es que con los guantes nuevos y ultraseguros, la manipulación de la visera es prácticamente imposible. Que no cunda el pánico me dije. Me quito el guante y ya está! Cuánta ingenuidad! El guante ultraseguro también resiste huracanes de categoría 5 y no es tan fácil de quitar como uno quisiera. Afortunadamente todo este vía crucis ocurrió cuando me encontraba en un semáforo en rojo y la única consecuencia desagradable fue haber armado un pequeño trancón.

Tercer contratiempo: el casco comienza a apretar. Cuando me doy cuenta de que me estoy mordiendo los cachetes involuntariamente, llego a la conclusión de que definitivamente mi talla es otra. A los cinco minutos empieza el dolor de cabeza y empiezo a preguntarme cuanto falta para la embolia. Decido ir al almacén a cambiar el casco.

Cuarto contratiempo: llego al almacén (que está todavía cerrado) y veo que el vendedor está en la entrada fumando un cigarrillo en el andén. Mi primer impulso fue montarme al andén con la moto y aplastarlo contra su propia vitrina pero al último momento decidí que era más cool parquearme sobre la cebra como un marrano, y quitarme el casco mientras le digo que tiene que aceptar el cambio. Las cosas no sucedieron como yo hubiera querido. Efectivamente logré parquearme sobre la cebra como un marrano justo al frente del vendedor, quien, obviamente no me reconoció (el casco ultraseguro escasamente deja ver los ojos). Creo que finalmente supo que era yo cuando vio que me enredé con el sistema ultraseguro de doble anillo con el que se amarra el casco y que no fui capaz de desamarrar. En fin, quedé como un idiota.

Quinto contratiempo: cuando por fin logro deshacerme del casco, me lanzo entonces en un intento desesperado por salvar mi honra. Me bajo de la moto y con la actitud más canchera de la que puedo ser capaz, abro el baúl de la moto, saco un cigarrillo, trato de prenderlo con mi encendedor que no sirve (el vendedor muy amable me presta el suyo) y con toda la naturalidad del caso, vuelvo a cerrar el pequeño baúl. Fue solo cuando oí el “click” que indica que el baúl está bien cerrado que me di cuenta que en medio de mi delirio canchero, dejé las llaves de la moto dentro del baúl que por cosas de la vida, también resiste huracanes de categoría 5. No me queda más remedio que asumir que soy un idiota y que frente a ese vendedor ya no me queda ni orgullo ni honra ni nada. Hay cosas peores me digo, pero la verdad es que en ese momento no puede haber nada peor que mi moto parqueada sobre una cebra**.

Sexto contratiempo: el modelo de casco que compré no está disponible en mi talla por lo que la única solución es o manejar por todo Paris con migraña y mordiéndome los cachetes o cambiarlo por uno de la última colección pagando la diferencia de precio.

Séptimo contratiempo: decido llamar a Guillaume para que venga a traerme el doble de la llave. Mi celular también está atrapado en las entrañas de la moto. El vendedor me presta el teléfono y descubro con espanto que Guillaume tiene el celular apagado. La única solución posible es coger un taxi, ir hasta mi casa en el otro extremo de la ciudad, recoger la llave y volver a recuperar la moto.

La operación de rescate fue todo un éxito. El taxi me salió por un ojo de la cara y llegué a la oficina casi al medio día. Mi compañero de oficina me recibió diciéndome “creí que Su Alteza no iba a venir”.

Octavo contratiempo: me siento en mi escritorio y a los veinte minutos, justo cuando he terminado de contar mi odisea, suena el teléfono y la recepcionista me anuncia que Guillaume está en la recepción. Digo que lo dejen subir y pienso que debí haber olvidado algo urgente porque no es normal que Guillaume se aparezca en mi oficina así como así. Cuando abro la puerta lo primero que veo es a Yves André Citroën (mi perro) que se me bota encima y entiendo que Guillaume, al salir a pasear al perro, ha olvidado sus llaves adentro del apartamento, salvándome así del regaño que me esperaba esta noche por descuidado, despistado, etc. Finalmente Dios sabe como hace sus cosas.

*Declaro bajo la gravedad de juramento que nunca fui víctima de maltrato infantil.
**Mi moto cuenta con un sistema de seguridad. La única manera de sacar la llave del contacto es bloqueando la dirección y asegurando el freno de mano. Como pesa 200 kilos, una vez bloqueada NO LA MUEVE NADIE.