Thursday, July 16, 2009

Burocracia



Quería escribir esta historia cuando ya tuviera un final feliz. Sin embargo, teniendo en cuenta que vengo de un país burocrático y que vivo en el país que inventó la burocracia, el esperado final feliz puede que se demore unos cuantos meses, así es que acá va la historia:

Resulta que Francia y Colombia tienen un convenio para el intercambio de licencias de conducir o pase, como decimos en Colombia. Teniendo en cuenta el mencionado convenio, en noviembre pasado llevé mi pase modelo 1994 a la Prefectura de Policía de Paris para que procedieran a expedirme un pase francés con todas las de la ley. Solo tuve que presentar una traducción de mi pase hecha por el Consulado Colombiano (que además la hace gratis) y una fotocopia de mi tarjeta de residente temporal. Como era de esperarse, me dijeron que volviera dentro de seis meses a recoger el pase francés ya que era necesario que las autoridades francesas verificaran la autenticidad de mis documentos con las autoridades colombianas.

En abril recibí una carta de la prefectura en la que me pedían que me presentara para terminar el trámite. A los pocos días fui nuevamente a la Prefectura con la idea de recoger mi pase francés pero las cosas no fueron para nada como yo las imaginaba. Después de hacerme esperar como una hora en una sala llena de gente, lo cual me pareció de lo más normal, me hicieron pasar a una oficina en la que me estaban esperando cinco policías en emboscada.

-       Hay un problema con su licencia colombiana me dijo uno de ellos.

Yo pensé que el problema era que mi pase estaba vencido y ya iba a explicarle al polocho que en Colombia los pases no se vencen. No alcancé ni a tomar impulso para lanzar mi explicación cuando otro de los policías, poniendo cara de malo me dijo que mi pase colombiano era falso y que en consecuencia, tenía que acompañarlos a la Comisaría. Yo que pensaba salir de la Prefectura con un documento francés que me acercaría un poco más a la integración europea, salí escoltado por cinco policías que me montaron a una camioneta con aires de papamóvil y me pasearon por todo Paris como a cualquier chusma camorrera.

En medio de todo los policías se portaron bien ya que tuvieron la gentileza de ahorrarme las esposas. Cuando uno de ellos las fue sacando, mi risa burlona (esa risa que sale sin querer queriendo mientras pensamos “pasarme esto a mi”) dio paso a la cara de perro arrepentido y haciendo uso de mis mejores modales les pedí que se guardaran las esposas que yo los acompañaba hasta el mismísimo infierno pero sin las putas esposas. Yo que nunca las he ensayado en la cama, no iba a ensayarlas al frente de Notre Dame ni aunque me mataran.

Luego en la Comisaría la cosa no fue nada mejor. Todos me miraban como al peor de los criminales y me hicieron esperar una hora hasta que uno de los investigadores de la Policía Judicial se dignó a recibirme. Yo traté de mantenerme calmado pero después de unas cuantas preguntas y de ver la cara del interrogador que me decía que nunca en su vida había visto un pase tan falso, se me salió la campesina santandereana que llevo adentro y le dije con mi mejor sonrisa altanera que no se preocupara, que yo estaba seguro de la autenticidad de mi pase y que se lo iba a demostrar. El tipo ni se inmutó y me respondió que el no se preocupaba de nada y que el que tenía que preocuparse era yo porque me estaban imputando una falsedad en documento público. Me quedé mudo.

Después del interrogatorio de rigor, pude saber finalmente el por qué de semejante locura. Resulta que la Prefectura de Policía, antes de expedir el pase francés le pide a la Embajada de Francia en Colombia que verifique si el pase presentado en Francia para el intercambio es válido. La tarea de la Embajada es de lo más sencilla ya que lo único que tienen que hacer es poner el número de pase en la página web del Ministerio de Transporte de Colombia y verificar que los datos son correctos y que el pase es auténtico.

Oh sorpresa! Al poner mi número aparece otro señor, un tal William Alfonso Ospina Espítia. Yo primero preso que Alfonso y primero muerto que William! Sorpresa total, espanto, desconcierto! Que alguien me explique en qué momento dejé de ser Juan Guillermo y cuándo me convertí en William Alfonso.

Después de unas cuantas horas de preguntas y respuestas me dejaron ir, no sin antes pasar por la foto con la pizarrita negra con mi número de “preso” y mi estatura. Primero de frente, luego de perfil y finalmente una “tres cuartos” para estar seguro de tener todos mis ángulos. Ya a esas alturas la situación lo único que me producía era risa y hasta traté de que me dieran una copia de la foto para ponerla en el feisbuk pero parece que es prohibido a no ser que uno sea Paris Hilton.

Al otro día me monté en un avión rumbo a Colombia con el firme propósito de obtener la verdad y limpiar mi nombre, pero eso es otra historia que si la cuento ahora se alarga mucho el cuento así es que se las quedo debiendo.



Thursday, February 5, 2009

Ocho Contratiempos


Hay días en los que uno debería quedarse en casa y no salir ni a la esquina e incluso debiera uno quedarse debajo de las cobijas para evitar cualquier contratiempo. El lunes por ejemplo, hacía un frío terrible y nevaba. Cualquier persona con tres dedos de frente y una cuenta bancaria de varios ceros a la derecha habría tomado la decisión de ivernar. Yo, como el 99.9 por ciento de la población mundial tuve que salir a trabajar, haciendo grandes esfuerzos para no resbalarme en el hielo y maldiciendo a la alcaldía que no saló los andenes a tiempo. Contra todos los pronósticos, fue un día bastante normal y mi coxis y mi orgullo lograron ir y volver intactos de la oficina.

Hay días en los que uno cree que quedarse en casa sería una afrenta y nos sentimos obligados a abandonar el encierro y la seguridad del hogar y nos aventuramos con la esperanza de tener un día inolvidable. Hoy por ejemplo, el cielo amaneció azul, el sol brillaba y las temperaturas exteriores se mostraban bastante clementes. Motivado como pocas veces, me lancé a atravesar la ciudad y decidido a abandonar el uso del metro. Me explico: desde que comenzó a hacer un frío canalla, utilizo muy poco la moto. Mi casco no es “integral” lo que quiere decir que de la nariz para abajo todo se congela, y ni hablar de las manos ya que mis guantes, aunque llenos de protecciones, están también llenos de sistemas de ventilación que me hacían llegar a la oficina con las manos congeladas. Ayer decidí acabar con el martirio y fui a comprar un casco integral y unos guantes que bien podrían servir para manipular uranio enriquecido.

Como es bastante conocido por todos, a mi hasta un vendedor de estrellas me enrolla (acuérdense de la compra de los tenis hace unos meses). En efecto, llegué al almacén con la idea precisa de comprar el casco que ya tenía escogido por Internet y que a mis ojos, era justo lo que yo necesitaba. Pero más me demoro yo en decir que quiero el casco “x” (que es también el más barato) que el vendedor en comenzar a nombrar uno por uno sus inconvenientes. Para resumir, el casco que yo quería no estaba homologado para soportar huracanes de categoría cinco, ni terremotos, ni lluvia de piedras volcánicas de un diámetro superior a 4 centímetros, ni una lluvia de meteoritos por ligera que fuera, ni una despencada por un abismo contundente, cosas que como todo el mundo sabe, suceden en Paris todos los días. Así es que, pensando en mi seguridad, dejé que el vendedor me arrastrara hacia el estante en el que se encontraban los casos de alto turmequé, entre los cuales, Oh sorpresa!, había unos cuantos en rebajas de hasta el 40 por ciento.

Me decidí por un casco ultraseguro disponible en la que el vendedor dijo que era mi talla. Traté de explicarle que mi cabeza no se había encogido desde la última vez que la medí pero no hubo argumento que valiera. Traté de decirle que el caso que uso actualmente es de una talla superior e incluso le dije, después de luchar como un loco para meter mi cabeza en el caso, que a mi modo de ver el caso era un poco pequeño y que me apretaba los cachetes con más fuerza que mi querida madre cuando me regañaba (y eso ya es mucho decir*), pero el vendedor tenía una respuesta para todo: que las tallas cambian de una marca a la otra, que los cojines que aprietan los cachetes ceden con el tiempo, que es más seguro que el casco quede firme, etc. Como el vendedor siempre tiene la razón y yo de motociclista no tengo un pelo, salí de la tienda con un casco y un par de guantes.

Hoy por la mañana salí en mi moto muy contento con mi casco y con mis guantes nuevos. La siguiente fue entonces la cadena de contratiempos:

Primer contratiempo: cualquier imbécil sabe que la respiración en un espacio cerrado produce el efecto conocido como empañamiento (que palabra tan fea). Novato en eso del uso y protocolo del casco integral, no tomé la precaución de abrir la aeraciones y a los pocos minutos no solo me estaba sancochando sino que estaba completamente ciego. Cuando la visera comenzó a empañarse me tranquilicé pensando que era cuestión de unos segundos para que la molestia desapareciera y en efecto, en aquello de los segundos no me equivoqué porque cuando me dí cuenta lo único que veía era los stops de los carros y después nada, vapor total, ausencia de cualquier signo de vida al exterior de mi casco ultraseguro.

Segundo contratiempo: cualquier imbécil sabe que para desempañar un vidrio o en su defecto, una visera, el remedio más efectivo es la entrada de aire por lo que mi primer reflejo fue levantar la visera para dejar pasar el aíre. El problema es que con los guantes nuevos y ultraseguros, la manipulación de la visera es prácticamente imposible. Que no cunda el pánico me dije. Me quito el guante y ya está! Cuánta ingenuidad! El guante ultraseguro también resiste huracanes de categoría 5 y no es tan fácil de quitar como uno quisiera. Afortunadamente todo este vía crucis ocurrió cuando me encontraba en un semáforo en rojo y la única consecuencia desagradable fue haber armado un pequeño trancón.

Tercer contratiempo: el casco comienza a apretar. Cuando me doy cuenta de que me estoy mordiendo los cachetes involuntariamente, llego a la conclusión de que definitivamente mi talla es otra. A los cinco minutos empieza el dolor de cabeza y empiezo a preguntarme cuanto falta para la embolia. Decido ir al almacén a cambiar el casco.

Cuarto contratiempo: llego al almacén (que está todavía cerrado) y veo que el vendedor está en la entrada fumando un cigarrillo en el andén. Mi primer impulso fue montarme al andén con la moto y aplastarlo contra su propia vitrina pero al último momento decidí que era más cool parquearme sobre la cebra como un marrano, y quitarme el casco mientras le digo que tiene que aceptar el cambio. Las cosas no sucedieron como yo hubiera querido. Efectivamente logré parquearme sobre la cebra como un marrano justo al frente del vendedor, quien, obviamente no me reconoció (el casco ultraseguro escasamente deja ver los ojos). Creo que finalmente supo que era yo cuando vio que me enredé con el sistema ultraseguro de doble anillo con el que se amarra el casco y que no fui capaz de desamarrar. En fin, quedé como un idiota.

Quinto contratiempo: cuando por fin logro deshacerme del casco, me lanzo entonces en un intento desesperado por salvar mi honra. Me bajo de la moto y con la actitud más canchera de la que puedo ser capaz, abro el baúl de la moto, saco un cigarrillo, trato de prenderlo con mi encendedor que no sirve (el vendedor muy amable me presta el suyo) y con toda la naturalidad del caso, vuelvo a cerrar el pequeño baúl. Fue solo cuando oí el “click” que indica que el baúl está bien cerrado que me di cuenta que en medio de mi delirio canchero, dejé las llaves de la moto dentro del baúl que por cosas de la vida, también resiste huracanes de categoría 5. No me queda más remedio que asumir que soy un idiota y que frente a ese vendedor ya no me queda ni orgullo ni honra ni nada. Hay cosas peores me digo, pero la verdad es que en ese momento no puede haber nada peor que mi moto parqueada sobre una cebra**.

Sexto contratiempo: el modelo de casco que compré no está disponible en mi talla por lo que la única solución es o manejar por todo Paris con migraña y mordiéndome los cachetes o cambiarlo por uno de la última colección pagando la diferencia de precio.

Séptimo contratiempo: decido llamar a Guillaume para que venga a traerme el doble de la llave. Mi celular también está atrapado en las entrañas de la moto. El vendedor me presta el teléfono y descubro con espanto que Guillaume tiene el celular apagado. La única solución posible es coger un taxi, ir hasta mi casa en el otro extremo de la ciudad, recoger la llave y volver a recuperar la moto.

La operación de rescate fue todo un éxito. El taxi me salió por un ojo de la cara y llegué a la oficina casi al medio día. Mi compañero de oficina me recibió diciéndome “creí que Su Alteza no iba a venir”.

Octavo contratiempo: me siento en mi escritorio y a los veinte minutos, justo cuando he terminado de contar mi odisea, suena el teléfono y la recepcionista me anuncia que Guillaume está en la recepción. Digo que lo dejen subir y pienso que debí haber olvidado algo urgente porque no es normal que Guillaume se aparezca en mi oficina así como así. Cuando abro la puerta lo primero que veo es a Yves André Citroën (mi perro) que se me bota encima y entiendo que Guillaume, al salir a pasear al perro, ha olvidado sus llaves adentro del apartamento, salvándome así del regaño que me esperaba esta noche por descuidado, despistado, etc. Finalmente Dios sabe como hace sus cosas.

*Declaro bajo la gravedad de juramento que nunca fui víctima de maltrato infantil.
**Mi moto cuenta con un sistema de seguridad. La única manera de sacar la llave del contacto es bloqueando la dirección y asegurando el freno de mano. Como pesa 200 kilos, una vez bloqueada NO LA MUEVE NADIE.

Saturday, December 13, 2008

Nada que declarar



Pareciera que últimamente he perdido la disciplina de escribir y diría que he perdido hasta la inspiración. Sin embargo aquí estoy para tratar de llenar el tiempo perdido. De antemano te lo digo Tavaut: este no es un buen post así que mejor vete a leer a la Balducci!

Llegué a Madrid el lunes pasado con el propósito de realizar una investigación por cuestiones de trabajo y decidido a cambiar de aíre y renovar las ideas. Efectivamente, la investigación fue exitosa y creo que el cambio de aíre también. La primera mañana me cayó encima un aguacero que me dejó en cama por el resto de la semana. No he hecho más que aguantar frío y la verdad es que prefiero Madrid en verano cuando uno se queda pegado al asfalto por culpa de la temperatura del demonio.


Así es que he pasado la semana dividiendo mi tiempo entre la acogedora biblioteca de un Ministerio y la aún más acogedora cama de una habotación de hotel. Enfermarse cuando uno esta de viaje trabajando debería estar prohibido.

Afortunadamente no todo ha sido malo. La tía Caramelo me ha invitado a cenar todas las noches y debo declarar a su favor que ha mejorado notablemente sus habilidades culinarias o tal vez ha reducido notablemente la toma de riesgos culinarios lo que para el invitado es casi lo mismo.


Son las tres y veintiocho de la mañana y no logro dormir. Puedo constatar que mi espíritu aventurero se ha quedado en Paris porque en otros tiempos una noche de insomnio y además siendo viernes, me habría empujado sin dudarlo a tomarme las calles en busca de movimiento. Sin embargo en este momento lo único que se me antoja es un aguita de manzana a ver si por fin puedo dormir.


Madrid está llena de recuerdos felices, de años recientes y lejanos. La primera vez que vine fue en 1986. Llegamos a Barajas con mi papá y con mi hermana en escala hacia Lisboa y para matar el tiempo terminamos en el zoológico de la ciudad del cual lo único que recuerdo es un hipopótamo que abría la boca. Muchos años después volví solo con mi hermana. Les contaría encantado lo que fue ese viaje pero esa historia ya la escribí una vez así es que sería tonto intentar hacerlo de nuevo (si alguien tiene una copia de esa historia me gustaría recuperarla).


En los últimos años he vuelto a Madrid en muchas ocasiones y he llegado incluso a tener mi itinerario de "infaltables" como el chocolate y los churros de San Ginés, el paso por el Museo del Jamón (no he puesto un pie en el Prado), unos boquerones por aquí, una cervecita por allá, etc. Pero esta vez nada me sabe igual y Madrid no me ha enamorado como otras veces. Digamos que todo es culpa del aguacero y de la gripa que me dejó y esperemos tener mejor suerte en Sevilla la semana que viene.

Hasta entonces.








Monday, November 10, 2008

¿Qué he hecho para merecer esto?


A veces siento que vivo una vida prestada. Por las noches, al salir de la oficina, cuando el tráfico ya está suave y las calles están medianamente desiertas, atravieso los bulevares y no puedo evitar mirar a mi alrededor y maravillarme con la ciudad que me rodea. Para llegar a casa tengo que cruzar Paris de oeste a este, pasando por el frente de la Opera, de la Madeleine, de la Bolsa y de Republique, a no ser que esté un poco soñador y decida hacer la travesía bordeando el Sena, en cuyo caso el itinerario es Campos Eliseos, Concordia, Louvre, Bastilla. Poco importa la ruta, lo cierto es que llevo 5 años en Paris y aún emito un profundo Ohhhhhh! interior cada vez que veo la torre Eiffel. No puedo evitar sentirme privilegiado y en consecuencia, siento que tengo una vida prestada y que mucho de lo que me pasa no debería sucederme.

El sentimiento cambia cuando cruzo el umbral de mi oficina. Cuando paseo por Paris me pregunto ¿qué he hecho para merecer esto?, bajo la cabeza y hago una mueca de falsa humildad, de modestia y me siento premiado. Por el contrario, cuando llego a la oficina y veo que tengo que asumir la vida que escogí, cuando se trata de pasar 40 horas seguidas corriendo como un loco para que todo esté perfecto mientras los otros duermen, cuando en medio de la noche, en medio del silencio que recorre los pasillos, en medio de la angustia que produce la constatación de que el día solo tiene 24 horas y de que 24 horas no son suficientes para hacer todo lo que hay que hacer; en esos momentos la pregunta, aunque sigue siendo la misma ¿qué he hecho para merecer esto?, toma un aire dramático y en lugar de bajar la cabeza, levanto los ojos al cielo, extiendo los brazos con las palmas de la mano aleteando hacia el Señor, buscando una explicación al castigo y quisiera devolverle esta vida a quien quiera que sea su dueño y largarme para el tercer mundo, volverme político corrupto y vivir tranquilo. Después salgo a mi terraza a fumarme un cigarrillo, respiro profundo y recuerdo que alguien me dijo hace pocos días que siempre es en medio de un “filing” que los deseos de renunciar aparecen. Y es que en realidad hay pocas cosas que puedan compararse a un “filing”.

Para empezar quiero disculparme por el empleo del anglicismo pomposo, pero he tratado de encontrar una palabra en español que pueda ayudarme a definir un filing y he llegado a la conclusión de que no existe. Para no extenderme demasiado, el filing constituye el momento en el cual uno manda lo que tenga que mandar al tribunal arbitral. A veces uno manda solo unas cuantas páginas y tres o cuatro documentos, lo que es un “pequeño filing” y a veces manda uno 300 páginas con 240 documentos, lo que es un “filing de mierda”. Pero no se trata solo de mandar documentos. El filing es un estado de ánimo, es un paréntesis en la vida, es una preparación psicológica que puede durar semanas, es una fecha lejana en un calendario para la que no importa cuánto nos esforcemos, nunca estaremos lo suficientemente listos. Durante un filing no se es persona, no se duerme, no se come. Durante la semana de filing uno se vuelve desagradable, cuesta trabajo sonreír y cualquier contrariedad, por pequeña que sea, puede provocar un acceso de cólera devastador.

Empecé a prepararme psicológicamente con un mes de anticipación. A veces en la mitad de la noche me despertaba con la convicción de que sería imposible tener todo listo a tiempo. Perdía el sueño y llegaba temprano a la oficina dispuesto a tomar al toro por los cuernos para darme cuenta de que todo estaba bajo control. Al minuto siguiente volvía el pánico y la sensación de que todo estaba por hacer.

La semana pasada tuve mi filing de esos de 300 páginas y puedo decirles que la experiencia fue todo menos gratificante. Tuve ganas de renunciar, de mandar todo a la porra, de desaparecer, de sentarme a llorar frente a mi computador como en efecto lo hice ante el asombro de mi compañero de oficina. Afortunadamente todo lo que pasa en la oficina 713 se queda en 713 (a no ser que yo lo publique en el blog) y pude entonces maldecir a mi antojo y botar la rabia que cultivé durante las noches de insomnio en compañía de la Chica del Can que con su acento dominicano hacía que las horas pasaran más rápido (aunque debo reconocer que por momentos también habría querido botarla por una ventana y para ser sincero, habría botado hasta a mi santa madre).

Después del filing, mi amiga Penelope, me invitó a su casa a ver las elecciones presidenciales y a sumergirnos en Champaña entre amigos. Pasé otra noche en blanco, rodeado de amigos que adoro y abriendo una botella por cada estado que se iba con Obama. Esperemos que Mister Obama no nos olvide y que su gobierno sea tan inspirador como su discurso para que dentro de uno años podamos decir no solamente “yes we can” sino también “yes we did”.

Monday, October 20, 2008

Al carajo el fisco!

En este momento somos cuatro colombianos en la oficina. De los cuatro me atrevo a decir que tres tenemos fama de fascistas, ultraderechistas y poco progresistas. La explicación es muy simple: no odiamos a Uribe, no nos morimos de admiración por Ingrid Betancourt, alimentamos un odio desmesurado contra las FARC y un nivel de tolerancia bastante bajo (casi inexistente) hacia la izquierda latinoamericana. Lo primero que hay que explicar es que la izquierda latinoamericana en nada se parece a la izquierda europea.

Basta con recordar las caras de espanto de nuestros colegas cuando en marzo pasado saltábamos de la dicha al enterarnos de la muerte de Raúl Reyes. Si a esto sumamos la incapacidad que tenemos para ocultar nuestra indignación cada vez que alguien se atreve a decirnos que detrás de nuestras guerrillas se esconde un proyecto político y los esfuerzos que hacemos para disminuir los errores de nuestro gobierno, la acusación encuentra entonces todas sus justificaciones y tenemos que aceptar que ante los ojos de nuestros colegas, somos fachos.

Hoy mi compañero de oficina me miró indignado cuando le dije que estoy cansado de pagar impuestos (impuesto a la renta, impuesto de recolección de basuras, impuesto a la finca raíz, tasa de habitación, tasa audiovisual , contribución de solidaridad, etc) y que quisiera mandar al fisco a la mierda. Como era de esperarse, sacó el argumento de la solidaridad y de la redistribución de la riqueza e incluso me dijo que no escribiera nada al respecto porque podría ofender a mis lectores.

Haciendo caso omiso de su advertencia, he decidido escribir estas líneas con el propósito de aclarar que yo no estoy en contra de la redistribución de la riqueza. Simplemente estoy cansado de pagar impuestos para financiar un sistema que a mi modo de ver, no funciona: la televisión pública es una porquería, mi calle es un basurero, los médicos son malos (y ni hablar de los dentistas), los funcionarios viven en huelga, etc.

Por regla general trato de hablar solamente sobre las cosas que conozco. Cuando uno viene de una República Bananera, uno llega al primer mundo convencido de que las cosas funcionan de una manera diferente o para no ir más lejos: funcionan y punto. Basta tener que hacer cualquier papeleo en Francia para darse cuenta de que acá hay tanta o más burocracia (de hecho la palabra es una creación francesa). Los tres mandamientos del funcionario público (1. “Eso si no se va a poder”, 2. “Vuelva dentro de ocho días” y 3. “Eso se me traspapeló”) parecen dogmas intocables y de rigurosa aplicación.

La administración de justicia es otro ejemplo flagrante. Desafortunadamente el año pasado me vi obligado a poner en marcha el aparato policial y judicial francés. La historia es muy simple: los que me conocen saben que me encantan los perros. Un día decidí que quería otro (además del que ya tengo), con la idea de que dos perros podrían acompañarse y tener una existencia más llevadera mientras yo trabajaba. Tal vez víctima de un rezago ochentero, decidí que el segundo perro sería un Cocker Spaniel y me lancé a buscarlo como un loco. Después de dos meses de búsqueda di con un anuncio en el que se ofrecían para la venta unos cachorros finísimos y con más apellidos que cualquiera de las personas que conozco, salvo tal vez el marido de una tía que tiene unos buenísimos y distinguidísimos. Llamé al número del anuncio y al otro lado del teléfono una anciana se negó a mandarme fotos argumentando que la compra de un perro era un acto de amor a primera vista y que la química necesaria para escogerlo solo era posible obtenerla en vivo y en directo. Estoy de acuerdo con la vieja pero el problema es que nos separaban más de 5 horas en carro. Aún así, Guillaume y yo hicimos el viaje hasta la punta norte de Francia para conocer al perrito y efectivamente, nos enamoramos de uno que dos meses después, ingresó formalmente a la familia.

El perrito era un encanto y se la pasaba pegado a nuestros pies y nos miraba todo el tiempo con esos ojos llenos de amor y de tristeza que solo tienen los Cocker y nosotros matados con la bestia, no parábamos de consentirlo y de peinarlo y de darle amor.

El problema empezó a los pocos meses cuando algunos vecinos nos dijeron que el perrito hacía ruido cuando nosotros no estábamos. Empezamos por tomar las medidas básicas y antes de salir escondíamos las guitarras, las flautas, los tambores y cerrábamos el piano con llave. No sirvió de mucho pues el perrito descubrió entonces que podía aullar como un lobo y pasaba las horas deleitando a los vecinos con sus cantatas profanas.

Una mañana a eso de las seis, toco a la puerta un vecino enfurecido diciendo que no soportaba los aullidos y que era necesario que tomáramos las medidas pertinentes. Fuimos al veterinario y tuvimos que soportar que nos tildaran de hijos de puta por dejar a semejante encanto solito todo el día. El veterinario nos vendió un difusor de feromonas de mamá perro. Era algo semejante a un ambientador de esos que se conectan o se “enchuflan” en cualquier “enchufle” (en otra ocasión disertaré sobre el origen y uso correcto de la palabra “enchufle”) y que durante todo el día esparce feromonas perrunas por todo el apartamento para, supuestamente, calmar al animalito. Después de varios días navegando entre las feromonas de mamá perro y viendo que el perrito seguía igual de acongojado al tiempo que Guillaume y yo empezábamos a adoptar actitudes perrunas como orinarnos de la emoción cuando llegaba alguien o tomar agua del inodoro, decidimos que era el momento de abandonar las feromonas y tomar medidas drásticas. Fue así como terminamos en el consultorio de un psiquiatra perruno. La idea de la consulta era reproducir el ambiente familiar del animal en el consultorio para que el psiquiatra pudiera ver cuál era el problema que aquejaba al pobre animal. Terminamos Guillaume y yo, con los dos perros en un consultorio mientras el galeno observaba todos los movimientos de todos los presentes. Al final nos recetaron un collar antipulgas para Guillaume y prozac para el perrito.

Empezamos a drogar al perro con la esperanza de que el problema se solucionara. Durante tres semanas no recibimos quejas y una noche cualquiera, después de llegar de una comida y mientras dormíamos, el vecino energúmeno que había venido a gritar como un loco unas semanas antes, logró introducirse en nuestro apartamento. Primero oi un ruido y unos segundos más tarde tenía yo al tipo ese lanzando improperios al lado de mi cama. Pasan unos cuantos segundos hasta que empiezo a darme cuenta de lo que sucede y el abogado que duerme en mi y todo el “mi” que duerme se despierta y salgo con una frase del estilo “esto es una invasión en propiedad ajena” y segundos después le grito a Guillaume que llame a la policía y el tipo salta encima mío y cuando menos me doy cuenta tengo un tipo que intenta estrangularme y yo no puedo ni moverme.

Para no alargar el cuento (que ya está bastante largo y completamente alejado de mi indignación con el fisco), el tipo se fue tan rápido como llego. A la mañana siguiente empezó la odisea de ir a la policía, interponer las denuncias respectivas y esperar a que la justicia estatal hiciera su trabajo. La respuesta de la policía fue contundente: “vuelva a llamar si el tipo le vuelve a pegar”.

La justicia no es la misma para todo el mundo. Al hijo del presidente le robaron una moto y dos días después no solo ya habían encontrado la moto sino que además habían tomado muestras de ADN sobre la misma para encontrar y arrestar al culpable, como en efecto lo hicieron. Yo le dí a a la policía el nombre y la dirección de mi agresor y ¿creen ustedes que hicieron algo? Por supuesto que no.

Por eso es que me da rabia pagar impuestos. No es porque sea un facho anti-progresista que esté en contra de la solidaridad y la redistribución de la riqueza.

Epílogo: al perrito lo regalamos. Pusimos un anuncio de esos que dicen “motivo viaje”. Nunca volvimos a contestar el teléfono por miedo a que nos lo devolvieran por “vicio oculto”.

Tuesday, October 7, 2008

Tres vueltas



El domingo pasado fui al hipódromo por primera vez. A las 4:40 de la tarde se corría el Premio "Qatar Arco del Triunfo" que según los conocedores es el premio más importante del mundo. La experiencia fue divertida. El hipódromo parecía un circo en el que se mezclaban alegremente abrigos de piel, sombreros ridículos, copas de champaña, borrachines apostadores , damas de la alta y de la vida, y entre todos, Guillaume y yo, maravillados por el espectáculo, siguiendo el juego y cumpliendo el libreto al pie de la letra.

Una tarde de carreras en el hipódromo es como una tarde de sexo. La carrera termina siendo accesoria. Lo que importa es el preámbulo y todo lo que precede al galope, que en últimas, dura apenas poco más que un orgasmo. Lo bueno es que en una tarde puede haber hasta 8 carreras y en eso si hay una gran diferencia con una tarde de sexo porque difícilmente hay yegua o caballo que aguante 8 galopes en una misma tarde, aunque uno nunca sabe.

En todo caso, lo largo es todo lo que viene antes de esos dos minutos de gloria. La fila para apostar, el análisis de cuánto, cómo y por quién apostar, saber si apostamos al ganador, al trío, al dúo, al figurante, al cojo o al tuerto. El domingo estuve a punto de ganar, de no ser porque "Duque de Mermelada" quedó de quinto y no de tercero como yo había anunciado. La verdad es que no lo culpo, con ese nombre ¿a quién le dan ganas de correr?.

Termino la entrada de esta semana respondiendo a la pregunta que algunos de ustedes se han hecho y que algunos otros me han formulado directamente: ¿Quién es Diana Prince? Pues bien, Diana Prince no es otra que la mujer maravilla. Lo que pasa es que un super-héroe no puede andar por el mundo diciendo “Mucho gusto me llamo Super Man" o “Encantada, soy la Mujer Maravilla” o peor aún “El gusto es mío, soy el Chico Maravilla”. Es por eso que todos tienen una identidad secreta que les permite confundirse con la multitud en el día a día.

Si algún día en una fiesta alguien les dice que se llama Bruno Diaz, tengan la seguridad de que se trata de Batman. Si por el contrario les presentan a Ricardo Tapia, aguanten la risa y sepan que se trata del Chico Maravilla o Robin para los más iniciados. Si algún día ven a Diana Prince, síganla de cerca porque en el momento menos pensado da tres vueltas y se convierte.

Thursday, October 2, 2008

¿Quién es Diana Prince?




Las últimas semanas han estado llenas de pequeños acontecimientos que juntos constituyen aquello que todo el mundo llama “vida”. Del descubrimiento de Meryl Streep cantando las mejores canciones de Abba al “Salon del Vintage”, pasando por los días europeos del patrimonio y por supuesto, por mi primera semana en el gimnasio y culminando con el hecho de haber recibido una carta manuscrita como no recibía desde hace muchos, muchos años.

Vayamos por partes. Las “Journées du Patrimoine” consisten en que durante dos días todos los edificios públicos y privados considerados como patrimonio cultural se abren al público de manera gratuita. Es así como el palacio presidencial, las altas cortes, los ministerios y muchos otros lugares quedan al descubierto.

Yo detesto hacer filas y quien dice “gratis” dice “fila interminable” así es que mis deseos culturales solo alcanzaron para ir a visitar el Palais Royal, sede del Ministerio de Cultura, del Consejo de Estado y del Consejo Constitucional. Después de la dosis de cultura gratuita, nada mejor que terminar el domingo con una pequeña (sobre)dosis de Abba para lo cual lo único que se necesita es imaginar una pequeña isla mediterránea con una altísima concentración de feromonas, añadir las mejores canciones de Abba en la voz de Meryl Streep, secundada por Pierce Brosnan y el resultado es sorprendente: una película kitsh a más no poder y absolutamente deliciosa que cumple con uno de los principales objetivos del cine: divertir, dejando muy claro que el que quiera filosofía que se compre un libro.

Cuando uno va a ver una película como “Mamma Mia”, hay que saber qué es lo que se va a encontrar. Por eso es que antes del comienzo de las películas ponen un anuncio invitando a la gente a que se informe sobre el contenido de la película que están a punto de ver. El anuncio siempre me pareció ridículo aunque debo reconocer que una vez fui a cine a ver una película que se llamaba “Anatomía del Infierno” y que además era protagonizada por Rocco Siffredi. Yo tenía muy claro que aunque la película no estuviera clasificada como triple x, el solo hecho de tener a Rocco como protagonista y “Anatomía del Infierno” como título, era garantía de que la película iba a ser, por así decirlo, “guarra”. Efectivamente, veinte minutos después del inicio de la proyección, la sala estaba completamente vacía. Tal vez todas las personas que abandonaron la sala no sabía quién era Rocco Siffredi y tal vez pensaron que se trataba de una revelación italiana. Conclusión, cuidado con los títulos porque una película que se llame “Mójame toda soy tuya” muy probablemente no tratará la historia de una sirenita domesticada en un estanque y “La Quinceañera y el Caballo” puede resultar traumática para quien espere encontrar una película al estilo de Barbara Streissand.

Volviendo a “Mamma Mia”, debo admitir que hace mucho tiempo no me divertía tanto en cine. Meryl Streep demuestra una vez más que puede hacer lo que le de la gana. Confieso que quedé tarado. Después de cantar Abba durante toda una semana hasta el punto de sorprenderme tarareando “Chiquitita” por los pasillos de la oficina, el fin de semana pasado terminé en el Salón del Vintage. A mi siempre me han gustado los 70s y para demostrarlo, terminé comprando un abrigo de conejo blanco (tal vez todavía estaba bajo los efectos de alguno de los videos de Abba) y una gabardina de cuero. Afortunadamente el salón duró solo dos días porque de seguir así, habría podido cambiar el Audi por el carro de Starsky y Hutch o como mínimo, por el mercedes de Diana Prince.

Después del vintage decidí canalizar mi energía y hoy puedo decir que remplacé la energía que recorría todo mi cuerpo por un dolor que me ha tenido al borde de la invalidez. Todos y cada uno de mis músculos los tengo hechos compota y todo es culpa de Nelson. Con decirles que hasta me duele llevarme el cigarrillo a la boca y ayer estuve a punto de pedir ayuda a mi compañero de oficina para ponerme la chaqueta (desistí por no considerarlo apropiado). Por las noches quisiera poder quitarme los brazos y volvérmelos a poner cuando ya no duelan. Lo único que me motiva es que si sigo juicioso, en seis meses estaré delicioso o posiblemente convertido en un marrano porque desde que empecé a ir al gimnasio como una vaca.

La ola de acontecimientos terminó ayer cuando al llegar a mi casa encontré un sobre en mi buzón que para mi gran sorpresa, no contenía una factura. Era una carta de Milesi, escrita de su puño y letra en agosto de 2008; una hoja que después de dos meses de atravesar el Atlantico a lomo de burra, llegó a mis manos reviviendo la vieja emoción de abrir el sobre y de sentir una proximidad que ningún medio electrónico podrá igualar jamás. Como bien lo escribio Milesi: “Me haces falta Juancito y yo también me cago en Facebook”. Prometo responder de mi puño y letra y con algo de suerte, tal vez mi carta llegue a Buenos Aires antes del fin de año.