Friday, August 15, 2008

Gracias a Dios tengo un aparato del Demonio



Decidí abrir un blog para hablar de mi vida, para contar cosas que tal vez de viva voz no tengan ningún interés, para hacer catarsis y liberar demonios. También lo hice con la seria intención de imponerme la disciplina de escribir, creyendo que sería fácil encontrar la inspiración en los eventos cotidianos.

Algunas veces el día a día ha logrado proporcionarme las ideas suficientes para llenar aunque sea unos cuantos párrafos. En otras ocasiones, he debido recurrir a recuerdos espontáneos que abren puertas hacia el pasado y generan todo tipo de sentimientos no solo en mi sino en mis lectores. Tuve también la suerte de encontrar inspiración en la prensa cotidiana. Hoy incluso pensé en escribir algo sobre los ratones que sufren de cáncer en la piel por usar demasiada crema humectante después de tomar el sol (ver El Tiempo de hoy 14 de agosto de 2008). Sin embargo, después me di cuenta de que no tengo derecho a arruinar las vacaciones de todas las ratas de Saint Tropez, por lo cual desistí y ahora enfrento nuevamente la falta de inspiración.

Es difícil encontrar algo interesante para contar cuando paso mi vida entre mi escritorio y mi cama. Podría contarles lo que he aprendido acerca del mercado de gas natural en Europa o sobre la evolución de las fórmulas de precio de los contratos de suministro a largo plazo, pero me temo que no sería para nada interesante. Si yo hago esas lecturas apasionantes es porque gracias a ellas puedo pagar mis facturas.

Podría también describir el ambiente de mi trabajo. Después de pasar tanto tiempo en la oficina, ésta comienza a convertirse en una sucursal del hogar o lo que es peor, el hogar comienza a convertirse en una sucursal de la oficina. Debí reaccionar a tiempo cuando aparecieron los primeros síntomas y huir, marcar las distancias y no permitir que mi lugar de trabajo dejara de ser simplemente eso, un lugar de trabajo, y se convirtiera en un espacio indispensable en mi vida. Pero no lo hice y ahora cuando abro los armarios de la oficina descubro con espanto que tengo varias corbatas, algunas chaquetas, un cepillo de dientes en los cajones, un esmalte para no comerme las uñas, un tarrito de Advil, un cartón de cigarrillos y todo aquello que pueda serme necesario para sobrevivir. Sé que pronto tendré también un desodorante y algún día pondré un par de pantuflas debajo del escritorio y hasta tendré una almohada para la siesta.

El principal problema es que cuando se tiene este ritmo de trabajo, las fronteras entre lo que es normal y lo que no lo es se desdibujan completamente. En épocas de mucho trabajo se vuelve normal oír a mis colegas diciendo alegremente “voy a tratar de tomarme el fin de semana, o por lo menos, voy a tratar de tomarme el domingo”. Parece que hemos olvidado que uno no tiene por qué “tomarse” lo que por derecho le pertenece.

Los horarios de trabajo también se vuelven un sujeto incomprensible para quienes nos observan desde el exterior. Hay quienes se espantan cuando nos oyen decir que “hoy me voy temprano” y que ese “temprano” que tanto nos emociona se refiere a las 9 de la noche. Y es que cuando uno se va antes de las nueve (y trato de hacerlo con bastante frecuencia), un ligero sentimiento de culpa se instala y una parte de nosotros se queda irremediablemente atada al escritorio. Peor aún, ahora todos podemos pasearnos por el mundo con el escritorio atado a un tobillo como un grillete y todo gracias al maravilloso Blackberry.

Es cierto que el aparatito puede facilitarnos la vida, pero es también muy cierto que en cuestión de segundos puede convertirse en un aparato del demonio y provocarnos crisis de pánico innecesarias. Siempre he dicho que a veces hay cosas que uno debería ignorar y es que de nada sirve saber que alguien lo busca a uno con desesperación cuando estamos haciendo la fila para montarnos a un avión en el otro lado del mundo y cuando sabemos que estaremos incomunicados durante varias horas. A veces sería mejor no enterarse de nada y llegar con excusas que en tiempos no tan antiguos eran completamente aceptables. Pero el aparato del demonio capta en todas partes, tiene una batería que dura un siglo y nos mantiene informados de todo lo que pasa durante nuestra ausencia.

Como todos los productos de la modernidad, el BB puede también volverse adictivo. Nada más desesperante que intentar mantener una conversación, o sentarse en una mesa con un adicto al BB. El aparato vibra, emite ruiditos y lucecitas de colores mientras el interesado responde uno a uno todos y cada uno de los mensajes que le llegan cada minuto. Tenía una compañera de trabajo que no paraba de maldecir al capitalismo salvaje y al aparato del infierno pero que al mismo tiempo no podía dejar de responder, así fueran las cinco o las tres de la mañana.

No hay solución posible. La única sería tal vez una tormenta magnética que dejara inoperantes todos los sistemas de comunicación, pero eso es, tal vez, un privilegio de la ciencia ficción.

Monday, August 11, 2008

¿Peluquera o florista?




El sábado pasado estuve en una fiesta colombiana. Dieron aguardiente y tamales. Para algunos franceses resultó difícil entender nuestro desmedido placer ante una plasta sin forma, de texturas dudosas, con todo tipo de colores y matices. La verdad es que no los culpo. El tamal después de abierto, cuando ya lo hemos desbaratado con el tenedor, no es para nada atractivo. Algunos bocados se convierten en un acto de fe. Nos llevamos el tenedor a la boca con la esperanza de que aquello que brilla no sea un pedazo de tocino baboso sino simplemente un rayito de luz reflejado sobre la masa del tamal. Confiamos también en que el cocinero haya sido lo suficientemente diligente como para deshacerse de todo lo que no nos gusta y esperamos que no encontraremos ni grasas ni cartílagos en nuestro camino. Una vez resuelta la cuestión de fe, el tamal se convierte en un verdadero placer.

Los encuentros con los colombianos están siempre rodeados de las mismas inquietudes: la renovación de la visa, la obtención del permiso de trabajo y tal vez la más importante, la búsqueda de trabajo. Todos hemos padecido el mismo calvario. Abogados de meseros en Hard Rock, Economistas haciendo hamburguesas en Mc Donalds, Arquitectos cuidando niños ajenos, politólogos vendiendo cerveza en un pub y en mi caso, maletero en un hotel y recepcionista de noche (léase celador). Conscientes de que todos los caminos conducen a Roma, tomamos la situación a la ligera y aprendemos que sólo riéndonos de nosotros mismos, podremos soportar el hecho de estar quedándonos del tren. Lo primero y tal vez lo más importante, es nunca compararse con los que se quedaron en Colombia. Es horrible ver que mientras uno carga maletas o prepara hamburguesas, los compañeros de universidad siguen escalando posiciones, aumentos de sueldo, experiencia profesional, hoja de vida, responsabilidades.

Si bien es cierto que logramos asumir nuestros nuevos oficios con una sonrisa, después de cierto tiempo, la angustia regresa y nos pone, tal vez, frente a la pregunta más importante de todas: ¿cuánto tiempo más podré seguir cargando maletas antes de encontrar un trabajo de verdad que me permita retomar mi carrera? y a esta pregunta se unen otras que lo único que logran es empeorar la situación: ¿cuánto tiempo más puedo insistir en la búsqueda de un trabajo en Paris antes de devolverme, vencido, para intentar retomar mi carrera en Colombia? o en otras palabras, ¿dentro de cuánto tiempo será demasiado tarde para regresar?

Lo que está en juego en ese momento es la vida entera. Hay que saber reconocer que cada año que pasamos por fuera del país, el regreso se hace cada vez más difícil y llega un momento en el que se hace casi imposible. ¿Toca entonces resignarse a vender hamburguesas con un diploma debajo del brazo?

El problema principal es que algunas profesiones no están diseñadas para la exportación.

El sábado tuve una conversación con un amigo y es a raíz de esa conversación que estoy escribiendo lo que ustedes están leyendo. Me contaba mi amigo que venía caminando por una calle y al pasar por el frente de una peluquería, vio una hermosa peluquera. Maravillado ante la belleza de la mujer, sintió de pronto como el encanto se desvanecía por el solo hecho de que en Colombia, uno no puede casarse con una peluquera. A nosotros nos han educado para que nos casemos con economistas, abogadas, cardiólogas, o con cualquier profesional que haya pasado más de cinco años en una universidad. Las peluqueras quedan, en consecuencia, por fuera del espectro matrimonial. No voy a entrar a discutir sobre lo estúpidos e inútiles que son nuestros prejuicios. Simplemente estoy describiendo una realidad de nuestra sociedad.

Me decía mi amigo, y en eso tiene toda la razón, que una peluquera es fácilmente exportable. Cortar el pelo es lo mismo en Bogotá, en Paris, en Tokio o en Los Ángeles. Una peluquera no tendrá que demostrar que conoce las evoluciones locales en materia de derecho administrativo o los últimos avances de las concepciones hidráulicas. Si en un momento determinado, el mercado de las peluqueras se encontrara saturado, mientras que el de las floristas estuviera en plena expansión, la peluquera podría volverse florista, pero, pídale usted a una abogada que se vuelva florista! Imposible.

Wednesday, August 6, 2008

La Vitrina



En Paris las vitrinas de lujo dan paso a las vitrinas del horror. Hay que ver las cosas que puede uno encontrar en las vitrinas parisinas! Para la muestra ésta preciosidad ante la cual uno no puede sino quedar perplejo! Ir caminando por una calle cualquiera y de un momento a otro tropezarse con una vitrina llena de ratas muertas, algunas desde hace más de cien años, merece unas cuantas letras.

La boutique en cuestión funciona en el mismo lugar desde 1877 y es el lugar “incontournable” de quienes desean exterminar cualquier tipo de roedor que se acerque a sus sacrosantos aposentos. Y en materia de exterminación, hay para todos los gustos: tradicionales trampas desnucadoras, precisas dosis de veneno que no solo matan sino que disecan “ipso facto” para que el muerto no huela a muerto y quede como con orgullo se muestra en la vitrina, y tal vez lo más perverso: el pegante ultra fuerte con “sabor a cacahuate” para que las pobres ratas se queden adheridas al suelo y después pueda uno acabarlas a escobazos.

Lo que el vendedor nunca precisa es que el delicioso pegante con sabor a cacahuate es un artificio de crueldad extrema. La rata al ver que se ha quedado pegada, inmediatamente reacciona y toma conciencia de lo que le espera, razón por la cual, en un acto de desespero incomprensible y por tratar de liberarse, se muerde sus patas delanteras y traseras, hasta arrancárselas para quedar inmóvil como una bolita de pelos con cola y cabeza que a la mañana siguiente será encontrada perfectamente disecada. Ya quisiera yo llenarle la cama a ese vendedor desgraciado de pegante con sabor a cacahuate!