Decidí abrir un blog para hablar de mi vida, para contar cosas que tal vez de viva voz no tengan ningún interés, para hacer catarsis y liberar demonios. También lo hice con la seria intención de imponerme la disciplina de escribir, creyendo que sería fácil encontrar la inspiración en los eventos cotidianos.
Algunas veces el día a día ha logrado proporcionarme las ideas suficientes para llenar aunque sea unos cuantos párrafos. En otras ocasiones, he debido recurrir a recuerdos espontáneos que abren puertas hacia el pasado y generan todo tipo de sentimientos no solo en mi sino en mis lectores. Tuve también la suerte de encontrar inspiración en la prensa cotidiana. Hoy incluso pensé en escribir algo sobre los ratones que sufren de cáncer en la piel por usar demasiada crema humectante después de tomar el sol (ver El Tiempo de hoy 14 de agosto de 2008). Sin embargo, después me di cuenta de que no tengo derecho a arruinar las vacaciones de todas las ratas de Saint Tropez, por lo cual desistí y ahora enfrento nuevamente la falta de inspiración.
Es difícil encontrar algo interesante para contar cuando paso mi vida entre mi escritorio y mi cama. Podría contarles lo que he aprendido acerca del mercado de gas natural en Europa o sobre la evolución de las fórmulas de precio de los contratos de suministro a largo plazo, pero me temo que no sería para nada interesante. Si yo hago esas lecturas apasionantes es porque gracias a ellas puedo pagar mis facturas.
Podría también describir el ambiente de mi trabajo. Después de pasar tanto tiempo en la oficina, ésta comienza a convertirse en una sucursal del hogar o lo que es peor, el hogar comienza a convertirse en una sucursal de la oficina. Debí reaccionar a tiempo cuando aparecieron los primeros síntomas y huir, marcar las distancias y no permitir que mi lugar de trabajo dejara de ser simplemente eso, un lugar de trabajo, y se convirtiera en un espacio indispensable en mi vida. Pero no lo hice y ahora cuando abro los armarios de la oficina descubro con espanto que tengo varias corbatas, algunas chaquetas, un cepillo de dientes en los cajones, un esmalte para no comerme las uñas, un tarrito de Advil, un cartón de cigarrillos y todo aquello que pueda serme necesario para sobrevivir. Sé que pronto tendré también un desodorante y algún día pondré un par de pantuflas debajo del escritorio y hasta tendré una almohada para la siesta.
El principal problema es que cuando se tiene este ritmo de trabajo, las fronteras entre lo que es normal y lo que no lo es se desdibujan completamente. En épocas de mucho trabajo se vuelve normal oír a mis colegas diciendo alegremente “voy a tratar de tomarme el fin de semana, o por lo menos, voy a tratar de tomarme el domingo”. Parece que hemos olvidado que uno no tiene por qué “tomarse” lo que por derecho le pertenece.
Los horarios de trabajo también se vuelven un sujeto incomprensible para quienes nos observan desde el exterior. Hay quienes se espantan cuando nos oyen decir que “hoy me voy temprano” y que ese “temprano” que tanto nos emociona se refiere a las 9 de la noche. Y es que cuando uno se va antes de las nueve (y trato de hacerlo con bastante frecuencia), un ligero sentimiento de culpa se instala y una parte de nosotros se queda irremediablemente atada al escritorio. Peor aún, ahora todos podemos pasearnos por el mundo con el escritorio atado a un tobillo como un grillete y todo gracias al maravilloso Blackberry.
Es cierto que el aparatito puede facilitarnos la vida, pero es también muy cierto que en cuestión de segundos puede convertirse en un aparato del demonio y provocarnos crisis de pánico innecesarias. Siempre he dicho que a veces hay cosas que uno debería ignorar y es que de nada sirve saber que alguien lo busca a uno con desesperación cuando estamos haciendo la fila para montarnos a un avión en el otro lado del mundo y cuando sabemos que estaremos incomunicados durante varias horas. A veces sería mejor no enterarse de nada y llegar con excusas que en tiempos no tan antiguos eran completamente aceptables. Pero el aparato del demonio capta en todas partes, tiene una batería que dura un siglo y nos mantiene informados de todo lo que pasa durante nuestra ausencia.
Como todos los productos de la modernidad, el BB puede también volverse adictivo. Nada más desesperante que intentar mantener una conversación, o sentarse en una mesa con un adicto al BB. El aparato vibra, emite ruiditos y lucecitas de colores mientras el interesado responde uno a uno todos y cada uno de los mensajes que le llegan cada minuto. Tenía una compañera de trabajo que no paraba de maldecir al capitalismo salvaje y al aparato del infierno pero que al mismo tiempo no podía dejar de responder, así fueran las cinco o las tres de la mañana.
No hay solución posible. La única sería tal vez una tormenta magnética que dejara inoperantes todos los sistemas de comunicación, pero eso es, tal vez, un privilegio de la ciencia ficción.
Algunas veces el día a día ha logrado proporcionarme las ideas suficientes para llenar aunque sea unos cuantos párrafos. En otras ocasiones, he debido recurrir a recuerdos espontáneos que abren puertas hacia el pasado y generan todo tipo de sentimientos no solo en mi sino en mis lectores. Tuve también la suerte de encontrar inspiración en la prensa cotidiana. Hoy incluso pensé en escribir algo sobre los ratones que sufren de cáncer en la piel por usar demasiada crema humectante después de tomar el sol (ver El Tiempo de hoy 14 de agosto de 2008). Sin embargo, después me di cuenta de que no tengo derecho a arruinar las vacaciones de todas las ratas de Saint Tropez, por lo cual desistí y ahora enfrento nuevamente la falta de inspiración.
Es difícil encontrar algo interesante para contar cuando paso mi vida entre mi escritorio y mi cama. Podría contarles lo que he aprendido acerca del mercado de gas natural en Europa o sobre la evolución de las fórmulas de precio de los contratos de suministro a largo plazo, pero me temo que no sería para nada interesante. Si yo hago esas lecturas apasionantes es porque gracias a ellas puedo pagar mis facturas.
Podría también describir el ambiente de mi trabajo. Después de pasar tanto tiempo en la oficina, ésta comienza a convertirse en una sucursal del hogar o lo que es peor, el hogar comienza a convertirse en una sucursal de la oficina. Debí reaccionar a tiempo cuando aparecieron los primeros síntomas y huir, marcar las distancias y no permitir que mi lugar de trabajo dejara de ser simplemente eso, un lugar de trabajo, y se convirtiera en un espacio indispensable en mi vida. Pero no lo hice y ahora cuando abro los armarios de la oficina descubro con espanto que tengo varias corbatas, algunas chaquetas, un cepillo de dientes en los cajones, un esmalte para no comerme las uñas, un tarrito de Advil, un cartón de cigarrillos y todo aquello que pueda serme necesario para sobrevivir. Sé que pronto tendré también un desodorante y algún día pondré un par de pantuflas debajo del escritorio y hasta tendré una almohada para la siesta.
El principal problema es que cuando se tiene este ritmo de trabajo, las fronteras entre lo que es normal y lo que no lo es se desdibujan completamente. En épocas de mucho trabajo se vuelve normal oír a mis colegas diciendo alegremente “voy a tratar de tomarme el fin de semana, o por lo menos, voy a tratar de tomarme el domingo”. Parece que hemos olvidado que uno no tiene por qué “tomarse” lo que por derecho le pertenece.
Los horarios de trabajo también se vuelven un sujeto incomprensible para quienes nos observan desde el exterior. Hay quienes se espantan cuando nos oyen decir que “hoy me voy temprano” y que ese “temprano” que tanto nos emociona se refiere a las 9 de la noche. Y es que cuando uno se va antes de las nueve (y trato de hacerlo con bastante frecuencia), un ligero sentimiento de culpa se instala y una parte de nosotros se queda irremediablemente atada al escritorio. Peor aún, ahora todos podemos pasearnos por el mundo con el escritorio atado a un tobillo como un grillete y todo gracias al maravilloso Blackberry.
Es cierto que el aparatito puede facilitarnos la vida, pero es también muy cierto que en cuestión de segundos puede convertirse en un aparato del demonio y provocarnos crisis de pánico innecesarias. Siempre he dicho que a veces hay cosas que uno debería ignorar y es que de nada sirve saber que alguien lo busca a uno con desesperación cuando estamos haciendo la fila para montarnos a un avión en el otro lado del mundo y cuando sabemos que estaremos incomunicados durante varias horas. A veces sería mejor no enterarse de nada y llegar con excusas que en tiempos no tan antiguos eran completamente aceptables. Pero el aparato del demonio capta en todas partes, tiene una batería que dura un siglo y nos mantiene informados de todo lo que pasa durante nuestra ausencia.
Como todos los productos de la modernidad, el BB puede también volverse adictivo. Nada más desesperante que intentar mantener una conversación, o sentarse en una mesa con un adicto al BB. El aparato vibra, emite ruiditos y lucecitas de colores mientras el interesado responde uno a uno todos y cada uno de los mensajes que le llegan cada minuto. Tenía una compañera de trabajo que no paraba de maldecir al capitalismo salvaje y al aparato del infierno pero que al mismo tiempo no podía dejar de responder, así fueran las cinco o las tres de la mañana.
No hay solución posible. La única sería tal vez una tormenta magnética que dejara inoperantes todos los sistemas de comunicación, pero eso es, tal vez, un privilegio de la ciencia ficción.