Thursday, September 25, 2008

La lengua es el azote del culo


Hace menos de un mes escribí: “no nací para el deporte. Posiblemente algún día me decida a aprender a tocar piano” Pues bien, resulta que no tengo espacio para poner un piano en mi casa y la oficina no proporciona el servicio de profesor de música (lo cual me parece realmente injusto). Sin embargo, lo que si hay en la oficina es un gimnasio, razón por la cual dejando mis prejuicios a un lado, he decidido tragarme mis palabras una a una y aventurarme en el maravilloso mundo del deporte.

El primer paso a seguir fue ir a comprar unos tenis (zapatillas) o de lo contrario me vería obligado a ir al gimnasio con los zapatos dorados que me hacen merecedor de tantos cumplidos cada vez que me los pongo. Comprar tenis ya no es tan fácil como hace unos años. Hoy en día hay un zapato para cada actividad y si uno corre en subida tiene que utilizar un zapato diferente que el que usan los que corren en bajada. Antes de comprar hay que informarse. Es indispensable saber si el zapato es resistente a los choques, si protege la rodilla, el riñón, el hígado y hasta la parte de atrás de la oreja. Lo peor de todo es que el vendedor logra que uno se convenza de que si no compra el zapato adecuado, una inofensiva trotada puede terminar en tragedia. Un zapato que no amortigüe lo suficiente puede provocar la caída de las amígdalas (que me sacaron hace mas de 20 años) o una fuga de Zenobia (léase líquido cenobial) que nos deje las rodillas inservibles. Para evitar riesgos decidí seguir los consejos del vendedor y pagué una pequeña fortuna.

Hoy fue mi primer día de ejercicios. Llegué muy puntual al gimnasio y fui recibido por Nelson. Nelson es el entrenador del gimnasio de la oficina. Me imagino que no tiene más de 25 años, tiene un arete enorme en cada oreja que lo hacen ver como un altar de Corpus Cristi y dos tatuajes enormes en cada brazo. Aparte de eso, tiene la apariencia de ser una persona muy normal. No van a creer que me sentí intimidado por Nelson, ni más faltaba. Solamente me sentí un poco ridículo al constatar que tuvo que explicarme hasta cómo funciona una bicicleta estática. Y como si no fuera suficiente, cuando me instaló en la trotadora, me amarró el gancho de seguridad que hace que la maquina se apague en caso de que uno se caiga, no sin antes decir que “este gancho nadie lo usa, pero… uno nunca sabe”, como si bastara con una pequeña mirada para darse cuenta de que soy una bestia descoordinada. Después me acordé que durante uno de mis intentos fallidos de ir al gimnasio en Bogotá, una vez me caí de una trotadora. Estaba corriendo a muchos kilómetros por hora, quemando yo no se cuantas calorías, con una frecuencia cardiaca de yo no se cuántos megatones y en el momento menos pensado se me ocurrió ponerme a leer una etiqueta que mi camiseta tenía en una de las mangas. El resultado no se hizo esperar y cuando me di cuenta, di un paso en diagonal que terminó con un bote sobre la barandilla de la trotadora y caí como una plasta en la trotadora de al lado que por fortuna estaba vacía y apagada. Regla numero uno: cuando estoy sobre una trotadora no me hablen, no me miren, no me pregunten qué hora es porque de lo contrario puedo empezar a correr en diagonal partirme hasta el alma.

Lo más importante es no olvidar que un gimnasio puede ser un lugar extremadamente peligroso. Además de machucarse con las pesas, caerse de una trotadora, tropezarse con un banco de “step”, están las temibles bolas de Pilates. Una abogada de la oficina que es bastante pequeña y que debe pesar como 30 kilos, casi se fractura el cráneo cuando se cayó de la bola del demonio y paró de cabeza contra una pared. Lo peor de todo es que no había nadie alrededor para reírse o para socorrerla, dependiendo de las calidades morales del testigo.

Afortunadamente hoy no tuve ningún contratiempo y logré sobrevivir a mi primera gesta deportiva en años. Mañana, si es que vuelvo al gimnasio, espero no estrangularme con las pesas y no hacer el ridículo dejándome caer una mancuerna en la cabeza.
Amanecerá y veremos.

Wednesday, September 17, 2008

Insomnio



Ayer fue un día de trabajo duro. Teníamos que mandar la versión final de un memorial de 250 páginas al cliente. Cada vez que hay que mandar un memorial al cliente la noche es larga y por lo general, no salgo de la oficina antes de las cinco de la mañana.

A las ocho de la noche empecé a prepararme psicológicamente para la larga noche que me esperaba y después de llenarme de alitas de pollo grasosas, encontré sobre mi escritorio un tarro de pastillas de cafeína que uno de mis colegas me había regalado hace algunas semanas. Revisé cuidadosamente la etiqueta en la que pude leer: “tan seguras como el café”, “fuerza máxima”, “ayuda reactividad y atención”. De entrada el hecho de que se atrevan a decir que las pastillitas de café son tan seguras como el café me generó una cierta desconfianza pero aún así decidí tomarme una, total, 200 miligramos de cafeína no iban a matarme.

Dos horas después me estaba quedando dormido sobre mi escritorio y decidí tomarme otra pastillita inofensiva. Desafortunadamente y contrariamente a lo que siempre sucede, a eso de la media noche mi jefe entró a mi oficina a decirme que todo estaba bajo control y que podía irme a dormir. No lo pensé dos veces y en menos de cinco minutos ya estaba en mi moto camino casa y muriéndome de sueño. No exagero si digo que casi me quedo dormido en el ascensor y que me costó un trabajo enorme llegar hasta mi cama.

Puse la cabeza en la almohada y Oh sorpresa! las pastillas de mierda hicieron su efecto. Di vueltas en vano durante veinte minutos, cerré los ojos, los volví a abrir, di más vueltas y hasta me puse un antifaz para dormir de esos que dan en los aviones y que lo hacen ver a uno como una diva decadente. Veinte minutos después seguía dando vueltas y moviendo los pies compulsivamente como si bailara un Jarabe Tapatío.

Al cabo de cinco minutos empezó la taquicardia y fue entonces cuando decidí que era el momento de aplicar las técnicas para atraer el sueño de la adolescencia. Empecé entonces a pensar cochinadas. Lo siento por mi sacrosanta madrecita que seguramente estará leyendo estas líneas, pero a veces es fácil encontrar el sueño después de haber pensado unas cuantas cochinadas y de haber recreado en la mente escenas tórridas en lugares paradisíacos. Después de varios intentos de montar la fantasía perfecta que pudiera llevarme a brazos de Morfeo, pude constatar que las pastillas habían acabado con lo poco de líbido que puede quedar después de haber trabajado 14 horas seguidas.

En ese momento decidí poner en obra el plan “B”: a veces, cuando no me puedo dormir me pongo a pensar en mi entierro. Como es obvio, después de unos minutos me pongo tristísimo y termino durmiéndome sin siquiera darme cuenta. Tampoco funcionó. Cuando empecé a pensar en el velorio lo único que me vino a la mente fue: “eso me pasa por pendejo y haberme tomado esas pastillas de café”.

Conclusión: dormí poco y mal, detestando al que me dio las pastillas y pensando que la próxima vez por lo menos me tomaré el trabajo de leer los efectos secundarios que, en efecto, pueden resumirse en insomnio, taquicardia, nerviosismo e irritabilidad.

Thursday, September 11, 2008

El placer de ser un inútil



El 12 de septiembre se cumplen cinco años desde que llegué a Paris. Nunca me imaginé que mi aventura parisina duraría tanto tiempo. Cuando salí de Colombia tenía la intención de pasar dos años por fuera: uno para aprender francés y otro para hacer un master. Imaginaba mi regreso triunfal a Colombia, completamente renovado después de un buen baño de mundo y con la firme intención de continuar mi vida y mi carrera en Colombia. Mi mamá siempre me dijo que ella tenía la seguridad de que yo no iba a volver y una vez más, la vida le está dando la razón porque al menos por el momento, yo de aquí no me muevo.

Como ya lo he dicho en alguna que otra línea, la llegada a Paris fue un poco difícil. Cuando uno se da cuenta de que no es un turista y de que la ciudad tiene que empezar a pertenecernos, algo se transforma, algo se rompe y empieza el camino de domesticación, de apropiación, de lenta adaptación.

Es impresionante como puede uno llegar a conocer a Colombia estando lejos de ella. Mi primera constatación es que la colombiana, es una sociedad servil. Siempre habrá alguien que hará las cosas por uno. Tan solo para citar un ejemplo, basta con decir que en Paris tuve mi primer encuentro cercano con una fotocopiadora. Nunca en mi vida había sacado una fotocopia y no creo ser el único. Es comprensible. En Colombia siempre hay alguien que saca las fotocopias. En las papelerías universitarias hay siempre una persona a la que le pagan solamente para prestar ese servicio. Uno simplemente dice cuántas copias quiere y después no es sino ir a recoger el trabajo. En Paris es diferente. El empleado de la papelería se limita a decirle a uno qué maquina utilizar y es en ese momento en el que hay que armarse de paciencia y de coraje para sortear las dificultades técnicas de sacar una fotocopia, porque es que eso de hacer una copia recto-verso no es cualquier pendejadita y ni hablar de las reducciones y de las ampliaciones.

Siguiendo con los ejemplos, la primera vez que hice mercado en Paris, fue también el momento de constatar que en Colombia estamos completamente malacostumbrados. Yo llegué a la caja registradora y empecé a desocupar mi carrito mientras la cajera registraba los productos uno a uno a la velocidad de la luz. Yo me quedé inmóvil, como es costumbre, oyendo el “bip” del código de barras y esperando que me dieran el total que debía pagar. La sorpresa fue enorme al darme cuenta de que todas mis compras se iban amontonando sin orden y como si se tratara de desechos detrás de la cajera y fue en ese momento que entendí que en Francia no hay empleados dedicados a empacar el mercado. Al principio fue una tortura. Empacar todo en bolsas y al mismo tiempo pagar, dar la tarjeta, marcar el código, firmar el recibo y todo ante la mirada impaciente de los que esperan en la fila.

Tampoco hay empleados de gasolinera. Van a pensar que soy un inútil, pero nunca en mi vida había echado gasolina con mis propias manos. Llenar el tanque para mi se reducía a abrir la ventana, sacar el billete y decir: “cinco de corriente”. Cuando empecé a manejar en Francia hice hasta lo imposible para evitar tener que ir a echar gasolina hasta que un día me vi obligado a hacerlo. Llegué a la bomba y esperé a que no hubiera nadie mirando mientras me animaba pensando que cualquier idiota puede echarle gasolina a un carro. Cogí la manguera, la puse en el roto (eso suena horrible), tiré del gatillo, oí un ruido y me quedé esperando unos minutos hasta que de algún lado salió un “bip” que mi instinto urbano interpretó como el final de la operación. Acto seguido pasé mi tarjeta de crédito, puse mi código, guardé mi recibo y partí victorioso. Cuando prendí el carro, la aguja aún indicaba que el tanque estaba vacío. No me preocupé porque sé que en algunos modelos la aguja se demora algunos segundos en subir. Después de muchos segundos de espera y de avanzar casi medio kilómetro, viendo que la aguja no se movía, decidí detenerme para revisar el recibo de la tarjeta de pago. La transacción había sido exitosa: Juan Otero acababa de poner en su tanque la suma de 27 centavos de gasolina. A mi nadie me dijo que el gatillo había que tenerlo apretado todo el tiempo.

Cinco años después, sigo peleando con las fotocopiadoras, sigo extrañando a los empacadores de mercado y sigo huyéndole a la gasolina.

Friday, September 5, 2008

Nunca seré un ma-can-can


Para nadie es un secreto que nunca he sido deportista. Cuando empecé a estudiar derecho creí haber encontrado la excusa perfecta para no hacer deporte. Me creí el cuento de que mi obligación era cultivar la mente y cambié los gimnasios por las bibliotecas. Debo admitir que nunca fui a un gimnasio durante más de tres semanas seguidas y tampoco a la biblioteca.

El argumento de ser un deportista de la mente funcionó perfectamente durante años. Ninguno de mis compañeros de universidad fue nunca deportista y lo máximo que alguna vez hicieron (y sin mayor constancia) fue jugar al golf. Sin embargo, desde que empecé a trabajar en Paris me di cuenta de que mi excusa antideportiva no es más que una vulgar falacia.

Entre mis colegas tengo un campeón nacional de surf australiano becado en varias universidades. Cuando lo supe, me consolé diciendo (lleno de envidia por supuesto) que si lo habían becado era por deportista y no por ser una lumbrera del derecho. También hay un patinador que fue dos veces campeón nacional en Estados Unidos y cuyas proezas pueden verificarse en you tube y hasta en Wikipedia. Otra abogada corrió la maratón de Londres y otro es un asiduo triatleta. También está el que en las vacaciones de navidad escaló el Kilimanjaro y después pasó dos meses durmiendo en una carpa diminuta en la sala de su casa para prepararse para la escalada del Everest.

Vamos por orden: los patines me han dejado varias cicatrices en las rodillas. El basket me dejó una fractura. La natación me producía una otitis insoportable. Todos los deportes que involucran bolas, balones y que requieren de un mínimo de coordinación lo único que me han aportado es la sensación de hacer el ridículo. El yoyo casi me parte la nariz y un día casi me saco un ojo con un trompo, corriendo el riesgo de quedar como Catalina Creel. La última vez que me inscribí en un gimnasio con la esperanza de ganar masa muscular, perdí unos cuantos kilos y hasta me encogí tres centímetros. Escalar el Everest… imposible… sufro de vértigo hasta montado en una silla.

Conclusión: no nací para el deporte. Posiblemente algún día me decida a aprender a tocar piano.

Tuesday, September 2, 2008

Kong


Miranda Boronat ha venido a verme. Llegó muy tiesa y muy maja, perfectamente embutida en un Yves Saint Laurent y haciendo alarde de una indiferencia tal por el mundo que solo encuentra explicación en su propia ignorancia. Y es que para Miranda la guerra fría fue una lucha entre productores de pieles siberianos y Brigitte Bardot, el Dalai Lama es un Coctel que sirven en algunos bares neoyorquinos y China es tan solo un productor de jarrones enormes y de mal gusto. Sin embargo hay que reconocer el talento que tiene para describir la realidad cotidiana, para desenmascarar las farsas que impone la cortesía y decir todos los horrores posibles con la mejor sonrisa y sin que suene a insulto.

Me dijo Miranda, que conoce al derecho y al revés la vida diurna y nocturna, desde la más chic hasta la más inmunda, que viviendo en Paris era indispensable ir al Kong. Decía Miranda que el Kong es uno de aquellos lugares en los que hay que ir a ver y ser visto. Sin embargo, nunca sentí ganas de ir y cada vez que oía hablar del famoso bar-restaurante, los comentarios en nada estimulaban mi curiosidad hasta el punto de vestirme elegante pero casual y lanzarme a descubrir las maravillas de la “Sine Nobilitas” parisina.

Finalmente, el fin de semana pasado, el novio de una amiga decidió celebrarle el cumpleaños en el Kong y fue la ocasión perfecta para conocer el lugar. Queda en la Rue du Pont Neuf en el quinto y sexto piso sobre la boutique Kenzo. La decoración de Philippe Starck es bastante atractiva para quienes admiramos su obra y soñamos con tener varias de sus piezas en nuestro cotidiano (en mi caso, la colección se limita al un exprimidor de naranjas completamente inútil pero lindo al ojo).

Creo que los elogios terminan acá. El servicio es lento y malo. Pedí unos Spring Rolls que nunca llegaron y un Dry Martini que salió aguado (mis amigos saben que soy bastante exigente con el Martini y después de Pravda, hay pocos que logran convencerme). Los meseros son odiosos. La carta del bar cambia después de las 11 de la noche. Al decir verdad, se reduce a la mitad, al igual que el tamaño de las bebidas. El Cosmopolitan se convierte en un “Cosmo Shot” y los precios aumentan en la proporción inversa. En mi caso, imposible pedir un Dry Martini después de las 11 y todo porque ese es el “concepto” del bar. No me crean tan pendejo!

Conclusión, no todo lo que brilla es oro. Me imagino que el Kong debe su reputación a los grandes nombres que se le asocian y a que aparece en el último capítulo de “Sex and the City”.

Al otro día, temprano en la mañana llamé a Miranda para tratarla de burra.