Monday, July 28, 2008

¿Quién lloró por Laika?


Cuando tenía cinco años iba a veces con mi papá a comprar discos en una tienda repleta de acetatos. Después de la compra nos sentábamos en la sala a oír las nuevas adquisiciones que para mi resultaban en su gran mayoría incomprensibles y un poco ruidosas. En alguna de estas sesiones musicales cayó “Major Tom” de Peter Schilling. Al mismo tiempo que ponía la aguja sobre el acetato, mi papá me contaba la historia del Mayor Tom: un astronauta cuya capsula espacial pierde toda posibilidad de regresar a la tierra. Tom, consciente de su destino envía un mensaje de despedida a su esposa.

Mientras la música retumbaba, yo pensaba en lo que había vivido el pobre Tom, imaginando la soledad del espacio, la capsula alejándose de la tierra en la oscuridad, con un hombre abordo, un hombre que en ningún caso podía ser mas viejo que mi padre, un hombre que nunca mas volvería a ver un amanecer, un hombre abandonado a su suerte mientras en algún puesto de radio una mujer lloraba por su propia desgracia.

La historia del Mayor Tom fue tal vez mi primer encuentro con la tristeza. Años después supe que se trataba tan solo de una canción y que Tom no era más que un astronauta ficticio creado por David Bowie a finales de los 60s.

A mediados del siglo pasado, una perra rusa llamada Laika corrió con la suerte del mayor Tom. No supe si mandó un mensaje de despedida ni si en alguna pradera rusa hubo algún perro que muriera de tristeza esperando a su Laika.

Monday, July 21, 2008

La Fresa es Afrodisíaca


El dolor de muela es un hijo de puta. Les ofrezco mil disculpas por el lenguaje empleado pero es que un dolor de muela no es ni tenaz, ni duro, ni insoportable, ni fuerte. No. El dolor de muela es hijo de puta y para efectos de no llenar este escrito de palabrotas, en adelante me referiré a él como “el Desgraciado”, aunque siga pensando que no es más que un hijo de puta.

El Desgraciado comenzó a visitarme la semana pasada. Lo recibí cordialmente con una buena dosis de paracetamol que después resultó ser insuficiente por lo cual invité a Ibuprofeno a la fiesta. El Desgraciado se entendió bien con los invitados por lo que durante tres días, logramos convivir todos en armonía. Cuando Ibuprofeno se cansaba de lidiar con él, Paracetamol tomaba el relevo y así todos contentos. Sin embargo, ayer por la tarde, ni Ibuprofeno ni Paracetamol lograron contenerlo y me vi obligado a invitar a Codeína y a Cafeína. Dolor parecía contento pero algún desplante le habrán hecho las señoritas porque a las pocas horas ya nadie servía para nada. Pasé la noche en vela. Cuando por fin lograba dormirme, el Desgraciado me despertaba como diciendo “¿te desperté?, pensé que estabas despierto” y yo en su mirada podía leer la satisfacción de ser él quien controlaba la noche. El dolor de muela no da tregua. A veces se calma un poco pero al poco tiempo vuelve, primero con pequeñas punzadas que recuerdan su presencia para luego instalarse confortablemente mientras uno no puede pensar, no puede leer, no puede hacer nada distinto que pensar en él, en la manera de dominarlo para siempre.

Apenas llegué a la oficina llamé a mi dentista (acá todavía se les puede llamar dentistas y no se ofenden) y le pedí cita de urgencia. Me la dio para mañana en la tarde y mientras yo colgaba resignado, el Desgraciado me hacía muecas diciéndome al oído “ya vas a ver la noche que te espera”. Ante semejante amenaza llamé nuevamente a mi dentista y logré que me recibiera hoy mismo a las 5 de la tarde. Pasé todo el día contando las horas y en un acto de venganza, dejé que el Desgraciado se paseara a su antojo, que se instalara, mientras yo pensaba: “sigue jodiendo que en un par de horas te me largas” y el otro sin tener ni idea de lo que le esperaba.

Faltando 15 minutos para las 5 salí de la oficina como una tromba y mientras caminaba hacia el consultorio me di cuenta de que nunca antes en mi vida me había dirigido con tanta alegría a una cita odontológica. Mientras caminaba con el Desgraciado en su punto máximo, le decía: “grite lo que quiera, total ya ni me importa”. Disfrutaba esas punzadas de dolor convencido de que en unos minutos sería yo quien cantaría victoria. Sin embargo la cosa no fue tan fácil. Como dejé que el Desgraciado hiciera lo que le diera la gana, el nervio llegó hasta lo que se conoce como “punto máximo de excitación” que para los efectos prácticos significó nada más ni nada menos que una inmunidad a la anestesia. El Desgraciado quería tener la última palabra.

Después de ocho inyecciones tenía anestesiados hasta los pelos del culo y el Desgraciado seguía ahí, con su risa burlona y sur gritos de júbilo cada vez que la fresa me hacía brincar. El dentista muy considerado sugirió que continuáramos otro día y que tal vez si dejábamos que el nervio se calmara, la cosa sería más fácil. Estuve completamente de acuerdo hasta que empecé a oír la risa del Desgraciado. Me armé de valor y le dije al dentista (casi sin poder articular y babeando por culpa de tanta anestesia) que siguiera con su trabajo. Pasé unos cuantos minutos de angustia, después de los cuales el dolor empezó a volverse no solo soportable sino además agradable. Creerán que estoy loco, pero el sonido de la fresa, el olor a diente molido y la sensación de escalofrío que me recorría en ese momento, eran para la mi la música de la victoria. Después vino el tratamiento de conductos y luego de retener la respiración unos cuantos segundos, vino la calma.

Era yo quien tendría la última palabra.

Thursday, July 17, 2008

¿Me repite la pregunta?



Leyendo la última entrada de “Un verano en Nueva York” no pude evitar caer en las comparaciones. Qué diferente que es la gente en Nueva York de la gente de Paris. Acá nadie hace el menor esfuerzo por entender a nadie. Si uno no habla un francés fácilmente comprensible, es mejor no aventurarse en intentos de comunicación que lo único que dejan son amarguras.

Antes de venir a Paris había tomado algunas clases de francés en la Alianza Francesa con una profesora bien colombiana, que es diferente de colombiana bien, y que en lo poco que aprendí, alcanzó a contaminarme con defectos de pronunciación de los que me tomó años deshacerme. Ni las horas en la Alianza, ni el padre nuestro y el ave maría en francés que me habían enseñado en el colegio del Opus Dei, ni el amor que siempre tuve por la lengua de Molière, sirvieron para que fuera capaz de defenderme. Lo triste es que yo no conocía la dimensión exacta de mi incapacidad y cuando desembarqué en Charles de Gaulle, estaba absolutamente convencido de que podría comunicarme con facilidad, sintiéndome depositario de los rudimentos básicos para la supervivencia.

Amarga fue mi sorpresa al darme cuenta de que no era capaz de comprar ni siquiera un pan francés. Y es que comprar el pan en Francia es todo un ritual. Siempre me ponía en la fila y esperaba mi turno con la misma angustia con la que esperaba el turno el día del examen médico del ejercito en el que a uno le agarran las pelotas para ver si es apto para servir a la patria. Y es que la fila de la panadería me llevaba casi a la misma situación. Era casi seguro que la vendedora también me iba a agarrar de las pelotas! Cuando llegaba mi turno, mil preguntas comenzaban a desfilar por mi cabeza: ¿es un baguette o une baguette? ¿pronuncio bagué o baguet? Mi profesora de la Alianza me dijo que las últimas letras no se pronuncian….. Después de unos segundos me lanzo al agua, pido pronunciando la “t” y veo que no me equivoco. La vendedora desgraciada, viendo mi cara de alivio, decide acabar con mi tranquilidad y me pregunta si mi baguette la quiero “traditionnelle ou de campagne” y mis esfuerzos se van al carajo y mi cara de satisfacción da paso a una mueca de espanto. Pasan varios segundos y la gente en la fila comienza a impacientarse y yo lo único que puedo decir es “oui” y la malvada vendedora me clava aún más hondo el puñal y pregunta “oui quoi?” y yo completamente perdido no tengo más opción que dar media vuelta y salir con el rabo entre las patas.

La experiencia se repite también en los mostradores de los restaurantes de comida rápida. Después de ensayar el pedido, de calcular todas las posibles preguntas y de memorizar todas las posibles respuestas, llega siempre la pregunta que uno no entiende y a la que responder con un “oui” es el colmo de la estupidez. Creí que yendo a Mc Donalds no tomaba ningún riesgo. Una Big Mac es lo mismo en español, en inglés o en francés. Las papas fritas acá se llaman “frites” (se pronuncia frit, así sean muchas, muchas papas) y para pedir la coca-cola basta con decir cocá y todo el mundo contento. Sin embargo, cuando ya creía estar del otro lado, viene la pregunta del millón: “Sur place ou à emporter?” que en ese momento llega a mis oídos con la misma claridad con la que llegan los anuncios a través de los altavoces de un aeropuerto tercermundista y yo otra vez respondo “oui” y otra vez me pregunta “oui quoi?” y otra vez me voy con el rabo entre las patas y decido alimentarme exclusivamente con productos de supermercado, disponibles al alcance de mi mano y que puedo pagar simplemente viendo el valor que aparece en la caja registradora.

Definitivamente no, los parisinos no son como los neoyorquinos

Tuesday, July 15, 2008

Un enano es un enano


El 14 de julio de 1789, el pueblo enardecido se tomó la Bastilla, marcando un hito en la que sería la revolución francesa.

En el siglo XIX se dicto una ley mediante la cual se establecía que el 14 de julio sería la fiesta nacional. Sin embargo, contrario a lo que todos los libros de historia me habían enseñado, la fiesta nacional francesa no conmemora la toma de la Bastilla sino la celebración de la primera fiesta de la federación que tuvo lugar el 14 de julio de 1790 y a la cual asistieron, además del incomprendido Luis XVI, delegados de todas las provincias francesas con el fin de celebrar la paz y promulgar la constitución que enterraría la monarquía absoluta.

En 1880, cuando el Senado decidió elevar el 14 de julio a fiesta nacional, el dilema reinante era si el día de orgullo nacional debía conmemorar la toma de la Bastilla o en su lugar, la primera fiesta de la federación celebrada en 1790. El Senado decidió conmemorar la federación al considerar que la toma de la Bastilla era una fecha sangrienta que no merecía especiales celebraciones, olvidando que la primera no era nada distinto que una conmemoración de la segunda. Es evidente cómo ya en el siglo XIX, lo políticamente correcto comenzaba a imponerse sobre las verdades irrefutables.

Hoy, ya entrados en el siglo XXI, la batalla de lo políticamente correcto continua haciendo estragos hasta el punto de impedir que podamos llamar las cosas por su nombre, buscando denominaciones absurdas y a veces hasta ridículas a las cuales tal vez nunca logremos acostumbrarnos. Es así como en la Francia de hoy, los enanos han dejado de ser enanos para convertirse en "personas de talla pequeña", los ciegos se han convertido en "personas que ven mal" y los sordos se han vuelto "personas que oyen mal". ¿A quién tratamos de engañar ? Un enano es un enano, un ciego no ve mal, simplemente no ve un culo y los sordos no oyen un carajo.

La lista continua. Ahora las cajeras de supermercado prefieren llamarse "anfitrionas de caja", los meseros "anfitriones de mesa", los viejos "personas de edad" y los recepcionistas "anfitriones de bienvenida". De seguir así, pronto tendremos que reaprender nuestro léxico en su totalidad para estar seguros de no salir de lo que es políticamente correcto.

Entiendo perfectamente las motivaciones de esta ola de nuevos términos. Hay que acabar con las discriminaciones y sobre todo, hay que evitar ofender. Sin embargo, hay términos que se vuelven ofensivos por el solo hecho de querer remplazarlos. Nunca en mi vida pensé que palabras como ciego o sordo pudieran ser ofensivas o discriminatorias. Pensé que se trataba simplemente de palabras mediante las cuales designábamos una realidad fácilmente verificable.

A veces por querer hacer el bien terminamos haciendo el mal. La obsesión del mundo moderno de no llamar a las cosas por su nombre y el miedo a dar un paso en falso acabarán con la espontaneidad del lenguaje.

Por último, no olvidemos que para ofender basta con añadir un adjetivo.

Thursday, July 10, 2008

Por la plata baila el perro


Cuando estaba abajo, muy abajo…

Cuando llevaba menos de dos meses en Paris, viendo que conseguir un trabajo era casi una misión imposible y siguiendo el consejo de mi amigo polaco, a quien por cierto no veo desde que estaba tan abajo, decidí optar por la vía del dinero fácil.

Todas las tardes después de los cursos de francés en la Sorbona, nos sentábamos en las orillas del Sena a ver pasar los botes llenos de turistas mientras compartíamos una caja de jugo de naranja de 40 centavos y una baguette. Hablábamos del futuro, de los sueños que teníamos y tratábamos de encontrar una manera fácil de ganar el dinero suficiente para poder hacerlos realidad.

Yo había llegado a Paris con 5.000 euros que debían alcanzar para pagar la universidad, el arriendo y la comida por lo menos hasta que encontrara un trabajo. Estaba dispuesto a hacer lo que fuera. Sin embargo, como no hablaba nada de francés, la búsqueda se hacía cada vez más difícil. Por primera vez en mi vida decidí que iba a recortar gastos al máximo. Mis mercados se componían siempre de lo mismo: huevos (había que comer proteína), camembert, pasta, carne molida, leche y pan. Aprendí a sobrevivir gastando solo 20 euros a la semana. El secreto estaba en no comer nunca fuera de casa y en caminar siempre que ello fuera posible. El metro era un lujo que solo empecé a permitirme durante el invierno y en tiempo de lluvia.

Volviendo al polaco, viendo las dificultades que teníamos para conseguir un trabajo, decidimos ofrecernos como “modeles vivants” o “modelos vivos”. Para el efecto, caminamos durante toda una semana dejando papeles con nuestros teléfonos y nuestra descripción en todas las escuelas de arte de la ciudad. A los pocos días recibimos la primera llamada y acordamos una cita con un pintor en el Marais. Antes de la hora convenida decidí que yo nunca sería capaz de empelotarme delante de un pintor. Nunca me sentí especialmente atraído por mi cuerpo por lo que no veía cómo podría estarlo un artista. El polaco me suplicó que lo acompañara a la cita. Acordamos entonces que yo lo único que haría sería acompañarlo durante el trance. Con esto en mente, nos pusimos en camino.

Llegamos con 20 minutos de retraso. La sorpresa fue grande al ver que no se trataba de un pintor sino de una clase de pintura. El estudio, una habitación de unos 50 metros cuadrados, estaba lleno de ansiosos principiantes ávidos de lanzarse en la técnica del desnudo masculino.
La sorpresa fue aún peor cuando vi que el polaco estaba muerto del pánico. Cuando el maestro pregunto quién de nosotros iba a ser el primero en lanzarse al ruedo, no tuve más remedio que avanzar con paso firme y ofrecerme como aperitivo. Me quité la ropa tan naturalmente como me fue posible y mirando a todos y cada uno de los presentes les pregunté qué tipo de pose les gustaría. No puedo negar que estaba muerto de miedo pero como nuestro anuncio decía que éramos profesionales y que teníamos mucha experiencia como modelos vivos, no había otra alternativa que asumir la mentira y llevarla hasta el final.

Finalmente el maestro decidió ponerme en el medio de la sala, la cabeza ligeramente inclinada hacia abajo y a la derecha, la pierna derecha ligeramente flexionada y el pie ligeramente en punta como quien sube una escalera, la mano izquierda ligeramente posada sobre la nalga y la mano derecha ligeramente apoyada sobre el muslo derecho. En ese momento entendí que el quid del asunto era ante todo la ligereza, la ligereza de ropas (o la total ausencia), la ligereza de escrúpulos y la ligera impresión de estar haciendo el ridículo.

Mientras oía el ruido de los carboncillos en las hojas vírgenes, fijé la mirada en un punto neutro y comencé a respirar lo mas lento que pude. La idea era mantener el equilibrio, mantener la pose, mantener la idea de que esa no era la primera vez que me encontraba en una situación semejante.

Fue en ese momento, empeloto frente a un grupo de desconocidos que se esforzaban por rendirle justicia a mi anatomía, que descubrí que puedo hacer lo que sea en la vida y que nada me queda grande. Yo que siempre fui bastante púdico, ahora me comportaba como una estatua de mármol. En algún momento giré los ojos hacia una de las hojas que poco a poco se iban llenando de mi. Me encantó lo que vi. Lamentablemente, el maestro se apresuró a indicarle al aprendiz que en realidad los músculos que estaba dibujando no hacían parte del modelo sino de su imaginación.

El polaco, mientras tanto, con la esperanza de darse valor, tomaba una copa de vino detrás de otra. Yo, por mi parte, logré olvidarme completamente de quienes me rodeaban. La noche ya había caído sobre Paris, hacía frío y una lluvia incipiente bañaba las calles. No sé cuánto tiempo duró mi pose. Solo sé que estuve parado sin moverme, envuelto por las olas de calor que salían de los radiadores apostados contra las ventanas, perdido en pensamientos que hoy me sería dificil recordar pero que seguramente podrían resumrse en un incrédulo ¿Qué hago aquí? Después de vestirme, regresé al medio e la sala para constatar que el polaco estaba completamente borracho. No hubo más remedio que empelotarlo y acostarlo en unos cojines. Del desnudo masculino, el Maestro se vio obligado a pasar a la técnica de la naturaleza muerta.

Al final, recibimos la miserable suma de 25 euros. Caminamos bajo la lluvia hasta llegar a la Place des Vosges y nos sentamos debajo de uno de los arcos, frente a una galería de arte, a fumarnos un cigarrillo y después otro y uno más, en silencio. No tuvimos que decir nada. Era evidente que esa sería la primera y la última vez que posabamos para un pintor. En ese momento sentí que realmente estaba viviendo en Paris, que no era un turista y tuve la seguridad de que vendrían tiempos mejores. Tardaron, pero vinieron.

Monday, July 7, 2008

De los 30, la hipófisis, las endorfinas y otras curiosidades






Uno de mis más queridos amigos (aquel que tiene la costumbre de mandarme copas de champaña virtuales) acaba de entrar en la edad de la razón. Continuando con las tradiciones electrónicas, me permití enviarle una copita de ajenjo, lamentando enormemente que el Sabajón Apolo no estuviera incluido dentro del catálogo de copas virtuales.

Después de enviar la copita de ajenjo y viendo que mi querido amigo se autoproclamaba “en la edad de la razón” me pregunté ¿Por qué al cumplir 30 años empezamos a hacernos preguntas que eran completamente innecesarias cuando teníamos 29 años, 364 días, 23 horas y 29 minutos?
Hay que reconocer que en algunos casos las preguntas pesadas empiezan a formularse desde los 23. ¡No se imaginan la cantidad de hombres que conozco que se han quedado calvos antes de los 25!
En todo caso, llegar a los 30 supone pasar una fecha de corte. El balance sobre las primeras 3 décadas, por amargo que pueda ser, se impone con todas las consecuencias desastrosas para el estado de ánimo del interesado.

Yo llegué a los 30 sin casi darme cuenta. Por la noche llené mi apartamento de gente y la nevera de champaña. Cuando se acabó la segunda, se fue la primera y en la soledad del desastre, entre los platos amontonados, las copas apretadas en el lavaplatos, las aceitunas arrugadas, los restos de comida, la cerveza caliente, las colillas acumuladas de cualquier manera y todos los escombros que recuerdan que horas antes todo era alegría, me di cuenta de que era necesario empezar a reflexionar. Fue en esa soledad que el balance se impuso. La primera constatación fue más de orden doméstico: había que limpiar el apartamento. En ese momento habría sido más fácil poner una bomba y remodelar enteramente pero lamentablemente las aseguradoras no cubren los riesgos inherentes al balance treintañero.

La segunda constatación producto del ingrato balance fue la evidencia materialista de no tener absolutamente nada. Las cosas se iban poniendo cada vez peor. Cuando empecé a compararme con aquellos que aún antes de los 30 ya tenían su finca raíz y hasta su finca de recreo, mientras yo apenas podía contar unos cuantos libros repartidos entre dos continentes, cuatro pares de zapatos, cuatro corbatas, tres jeans y una caja llena de chucherías, sentí que no había hecho nada de mi vida.

La cosa habría podido llegar al drama si en ese momento se me hubiera ocurrido compararme con Mark Zuckerberg, que no llega a los 24 y ya tiene una de las mayores fortunas del mundo.

La tercera consecuencia de mi introspección me llevó a lugares más placenteros. Si por el lado material el bote estaba haciendo agua, por otros lados la coraza estaba más que protegida. Sin embargo, independientemente de los éxitos pasados y de todo lo que uno pueda tener o no tener, desear o no desear, los 30 son una fuerte inagotable de preocupaciones y de todo tipo de reflexiones, unas más profundas que otras y en su gran mayoría, inútiles.

Traté de analizar el problema desde todos los puntos de vista. Vi que cuando algunas (digo algunas teniendo cuidado de no caer en generalizaciones groseras que puedan herir a algunas de mis conocidas) mujeres llegan a los 30, la primera preocupación es conseguir un marido y contribuir a la sobrepoblación mundial (excluyo de esta preocupación a todas aquellas que han tenido la “suerte” de casarse antes del tercer piso y a mis conocidas a las que el matrimonio y los hijos les importan un carajo). Cuando pasados los 35 el asunto del marido se ve complicado y sin serias posibilidades de éxito, hay quienes simplemente deciden abonarse al banco de esperma antes de que el infame reloj biológico las deje fuera de combate.

La angustia del género masculino no pretende ser profunda y no toca para nada fibras tan sensibles (estas dos características resultan aplicables también y de manera general, al género masculino). De hecho, nunca he visto a ningún hombre llegar angustiado a los 30 por la pérdida de sustancia de sus espermatozoides o soñando con encontrar quién le reciba un anillo de compromiso. Por el contrario, si he visto muchos preocupados por el tamaño -de sus cuentas bancarias-. Y es que, en efecto, los 30 constituyen aquel momento clave en la vida de un hombre en el que por primera vez la pregunta deja de ser ¿Qué voy a hacer de mi vida? para convertirse en ¿Qué he hecho de mi vida? Es curioso como incluso cuando se tiene 29, todavía podemos darnos el lujo de pensar: “cuando sea grande”.

Volviendo a las virtudes femeninas, es bien conocida su facultad de sanar los momentos de tristeza mediante el uso prolongado e irresponsable de una tarjeta de crédito. Posiblemente el ruido del recibo que se imprime en la maquinita cada vez que una transacción es aceptada, ejerce influencia sobre la hipófisis y genera una alta producción de endorfinas. Por mi parte, cuando llegué a los treinta, decidí que era hora de tener algo mío. Tal vez la terapéutica femenina de “gastar para sanar” era la solución. Como no tengo dinero suficiente para comprar un apartamento y tampoco tengo espacio para poner una biblioteca, decidí que lo mejor era comprarme una moto, o mejor dicho, un scooter. Puse a prueba mi capacidad de endeudamiento y menos de un mes después ya me paseaba por Paris en mi Piaggio MP3 0 kilómetros. Por primera vez tuve algo que realmente me pertenecía y pude decir que llegué a los treinta sin ser un muerto de hambre. Es increíble el efecto que tienen las cosas materiales sobre nuestros estados de ánimo.

Es así como ayudado por un crédito y a medida que aumenta mi pericia para deslizarme por el tráfico parisino, he logrado aceptar que llegar a los 30 no es el fin del mundo y que si bien no tengo ya toda la vida por delante, aún me quedan dos tercios por explorar.

Acabo de cumplir 31 años y pretextando una nueva crisis de vejez, he decidido comprarme un i-phone.

Thursday, July 3, 2008

Qué bueno sería que perdiera el Fouquet's




“Sin embargo para Isabel, que vive sobre la galería del Claridge desde hace más de cincuenta años, la realidad se ha vuelto muy triste. Esta linda dama de 78 años, con su moño rubio impecable, es una de las últimas residentes de la Avenida. Vive en un minúsculo apartamento: dos antiguos cuartos de hotel reunidos.

En su edificio ella no se cruza sino con jóvenes ejecutivos extranjeros que se quedan por unos meses para luego ser remplazados por otros. Hoy, Isabel no se atreve a caminar por los Campos Elíseos. El miedo de ser agredida se lo impide. Hoy en día solo frecuenta el Fouquet’s,. Es tal vez el único lugar del barrio en el que aún puede encontrar gente elegante. Pero ¿Por cuánto tiempo? Su propietario quiere recuperar el local….”




Esta es la traducción informal de un fragmento de un artículo publicado en Le Figaro el 29 de abril de 2008. La historia puede resumirse así: EL Fouquet’s, el elegante restaurante parisino en el que Sarkozy festejó su advenimiento al trono de Francia, funciona en un edificio sobre los Campos Elíseos. Hasta aquí todo va bien, pero resulta que una familia de humildes borgoñones lleva casi cincuenta años luchando por que su “derecho” de propiedad sobre el inmueble le sea reconocido.


Como era de suponerse, el restaurante favorito de Nicolás Primero, contó con la ayuda y la sapiencia de los mejores abogados de la Corte. No puede decirse lo mismo de los Borgoñones. El Tribunal de Gran Instancia de Paris le ha dado la razón al Fouquet’s al sentenciar que hubo prescripción adquisitiva. Los vencidos apelarán.


Que bueno sería que perdiera el Fouquet’s. Si yo fuera el rubicundo jubilado que se presume heredero, lo primero que haría sería desalojar al lujoso restaurante. En su lugar pondría varios localitos del más alto standing que se puedan imaginar. Pondría una tienda de empanadas, una venta de chance, una fotocopiadora, un pequeño local con horno de pizza directamente sobre la avenida como los que hay frente a la Javeriana, un Pan Pa’Ya y un Wimpy. En el segundo piso pondría un almacén de zapatos para travestis y un consultorio de médicos tailandeses especializados en cambio de sexo. Para rematar, el tercer piso sería un Sauna-Turco con el letrero “ambiente familiar y distinguido Timbre siga Usted”.


Pasaría mis días sentado en mi penthouse sobre lo que algún día fuera el elitista Fouquet’s y haciendo prueba de amabilidad, invitaría a la vieja Isabel a tomar el té en mi mayúsculo apartamento, solo para mostrarle que todavía hay gente elegante en el vecindario.


Si, qué bueno sería que perdiera Fouquet’s.