Monday, July 7, 2008

De los 30, la hipófisis, las endorfinas y otras curiosidades






Uno de mis más queridos amigos (aquel que tiene la costumbre de mandarme copas de champaña virtuales) acaba de entrar en la edad de la razón. Continuando con las tradiciones electrónicas, me permití enviarle una copita de ajenjo, lamentando enormemente que el Sabajón Apolo no estuviera incluido dentro del catálogo de copas virtuales.

Después de enviar la copita de ajenjo y viendo que mi querido amigo se autoproclamaba “en la edad de la razón” me pregunté ¿Por qué al cumplir 30 años empezamos a hacernos preguntas que eran completamente innecesarias cuando teníamos 29 años, 364 días, 23 horas y 29 minutos?
Hay que reconocer que en algunos casos las preguntas pesadas empiezan a formularse desde los 23. ¡No se imaginan la cantidad de hombres que conozco que se han quedado calvos antes de los 25!
En todo caso, llegar a los 30 supone pasar una fecha de corte. El balance sobre las primeras 3 décadas, por amargo que pueda ser, se impone con todas las consecuencias desastrosas para el estado de ánimo del interesado.

Yo llegué a los 30 sin casi darme cuenta. Por la noche llené mi apartamento de gente y la nevera de champaña. Cuando se acabó la segunda, se fue la primera y en la soledad del desastre, entre los platos amontonados, las copas apretadas en el lavaplatos, las aceitunas arrugadas, los restos de comida, la cerveza caliente, las colillas acumuladas de cualquier manera y todos los escombros que recuerdan que horas antes todo era alegría, me di cuenta de que era necesario empezar a reflexionar. Fue en esa soledad que el balance se impuso. La primera constatación fue más de orden doméstico: había que limpiar el apartamento. En ese momento habría sido más fácil poner una bomba y remodelar enteramente pero lamentablemente las aseguradoras no cubren los riesgos inherentes al balance treintañero.

La segunda constatación producto del ingrato balance fue la evidencia materialista de no tener absolutamente nada. Las cosas se iban poniendo cada vez peor. Cuando empecé a compararme con aquellos que aún antes de los 30 ya tenían su finca raíz y hasta su finca de recreo, mientras yo apenas podía contar unos cuantos libros repartidos entre dos continentes, cuatro pares de zapatos, cuatro corbatas, tres jeans y una caja llena de chucherías, sentí que no había hecho nada de mi vida.

La cosa habría podido llegar al drama si en ese momento se me hubiera ocurrido compararme con Mark Zuckerberg, que no llega a los 24 y ya tiene una de las mayores fortunas del mundo.

La tercera consecuencia de mi introspección me llevó a lugares más placenteros. Si por el lado material el bote estaba haciendo agua, por otros lados la coraza estaba más que protegida. Sin embargo, independientemente de los éxitos pasados y de todo lo que uno pueda tener o no tener, desear o no desear, los 30 son una fuerte inagotable de preocupaciones y de todo tipo de reflexiones, unas más profundas que otras y en su gran mayoría, inútiles.

Traté de analizar el problema desde todos los puntos de vista. Vi que cuando algunas (digo algunas teniendo cuidado de no caer en generalizaciones groseras que puedan herir a algunas de mis conocidas) mujeres llegan a los 30, la primera preocupación es conseguir un marido y contribuir a la sobrepoblación mundial (excluyo de esta preocupación a todas aquellas que han tenido la “suerte” de casarse antes del tercer piso y a mis conocidas a las que el matrimonio y los hijos les importan un carajo). Cuando pasados los 35 el asunto del marido se ve complicado y sin serias posibilidades de éxito, hay quienes simplemente deciden abonarse al banco de esperma antes de que el infame reloj biológico las deje fuera de combate.

La angustia del género masculino no pretende ser profunda y no toca para nada fibras tan sensibles (estas dos características resultan aplicables también y de manera general, al género masculino). De hecho, nunca he visto a ningún hombre llegar angustiado a los 30 por la pérdida de sustancia de sus espermatozoides o soñando con encontrar quién le reciba un anillo de compromiso. Por el contrario, si he visto muchos preocupados por el tamaño -de sus cuentas bancarias-. Y es que, en efecto, los 30 constituyen aquel momento clave en la vida de un hombre en el que por primera vez la pregunta deja de ser ¿Qué voy a hacer de mi vida? para convertirse en ¿Qué he hecho de mi vida? Es curioso como incluso cuando se tiene 29, todavía podemos darnos el lujo de pensar: “cuando sea grande”.

Volviendo a las virtudes femeninas, es bien conocida su facultad de sanar los momentos de tristeza mediante el uso prolongado e irresponsable de una tarjeta de crédito. Posiblemente el ruido del recibo que se imprime en la maquinita cada vez que una transacción es aceptada, ejerce influencia sobre la hipófisis y genera una alta producción de endorfinas. Por mi parte, cuando llegué a los treinta, decidí que era hora de tener algo mío. Tal vez la terapéutica femenina de “gastar para sanar” era la solución. Como no tengo dinero suficiente para comprar un apartamento y tampoco tengo espacio para poner una biblioteca, decidí que lo mejor era comprarme una moto, o mejor dicho, un scooter. Puse a prueba mi capacidad de endeudamiento y menos de un mes después ya me paseaba por Paris en mi Piaggio MP3 0 kilómetros. Por primera vez tuve algo que realmente me pertenecía y pude decir que llegué a los treinta sin ser un muerto de hambre. Es increíble el efecto que tienen las cosas materiales sobre nuestros estados de ánimo.

Es así como ayudado por un crédito y a medida que aumenta mi pericia para deslizarme por el tráfico parisino, he logrado aceptar que llegar a los 30 no es el fin del mundo y que si bien no tengo ya toda la vida por delante, aún me quedan dos tercios por explorar.

Acabo de cumplir 31 años y pretextando una nueva crisis de vejez, he decidido comprarme un i-phone.

4 comments:

Anonymous said...

Primo, me encanta tu blog. :)

Lina Céspedes said...

My darling:

Mis 30 fueron extraños, muy queer y muy normales a la vez, muy en el "desmadre", así que no compré nada, más bien decidí hacer todo lo que no había hecho antes de los 30: cachos, portarme como un mal marido, llegar muy tarde al trabajo, dormir en todas partes, menos en mi casa, etc. Al llegar a los 31 estaba exhausta, mis cuentas bancarias no habían crecido un céntimo y mi declaración me estaba esperando. Conclusión: el mundo no se acabó y yo seguí echando años en el saco. Las cosas mejoran, hay que decirle al de la edad de la razon.

Ana Maria Suarez said...

Hola lindo!! Que buen Blog!! Me identifico con las que quieren anillo antes de los 30 no? eternas conversaciones a la hora del almuerzo o del pucho jajaja me quedan 6 meses para cumplirlos asi que por ahora solo pienso en que hare cuando sea grande...

Anonymous said...

Que merci. Pero yo me preguntaba... pues aparte de la contrariedad horrible de no haber hecho absolutamente nada remarcable y ciertamente no ser lo que uno se imagino que seria, los treinta no vienen con una sensacion curiosa de ser un poco menos estupido? Hay cosas que en las que me hubiera botado de cabeza a los 29 que simplemente ya no haria. No, ni a bala. Eso me gusta mucho. muchisimo.