Saturday, December 13, 2008

Nada que declarar



Pareciera que últimamente he perdido la disciplina de escribir y diría que he perdido hasta la inspiración. Sin embargo aquí estoy para tratar de llenar el tiempo perdido. De antemano te lo digo Tavaut: este no es un buen post así que mejor vete a leer a la Balducci!

Llegué a Madrid el lunes pasado con el propósito de realizar una investigación por cuestiones de trabajo y decidido a cambiar de aíre y renovar las ideas. Efectivamente, la investigación fue exitosa y creo que el cambio de aíre también. La primera mañana me cayó encima un aguacero que me dejó en cama por el resto de la semana. No he hecho más que aguantar frío y la verdad es que prefiero Madrid en verano cuando uno se queda pegado al asfalto por culpa de la temperatura del demonio.


Así es que he pasado la semana dividiendo mi tiempo entre la acogedora biblioteca de un Ministerio y la aún más acogedora cama de una habotación de hotel. Enfermarse cuando uno esta de viaje trabajando debería estar prohibido.

Afortunadamente no todo ha sido malo. La tía Caramelo me ha invitado a cenar todas las noches y debo declarar a su favor que ha mejorado notablemente sus habilidades culinarias o tal vez ha reducido notablemente la toma de riesgos culinarios lo que para el invitado es casi lo mismo.


Son las tres y veintiocho de la mañana y no logro dormir. Puedo constatar que mi espíritu aventurero se ha quedado en Paris porque en otros tiempos una noche de insomnio y además siendo viernes, me habría empujado sin dudarlo a tomarme las calles en busca de movimiento. Sin embargo en este momento lo único que se me antoja es un aguita de manzana a ver si por fin puedo dormir.


Madrid está llena de recuerdos felices, de años recientes y lejanos. La primera vez que vine fue en 1986. Llegamos a Barajas con mi papá y con mi hermana en escala hacia Lisboa y para matar el tiempo terminamos en el zoológico de la ciudad del cual lo único que recuerdo es un hipopótamo que abría la boca. Muchos años después volví solo con mi hermana. Les contaría encantado lo que fue ese viaje pero esa historia ya la escribí una vez así es que sería tonto intentar hacerlo de nuevo (si alguien tiene una copia de esa historia me gustaría recuperarla).


En los últimos años he vuelto a Madrid en muchas ocasiones y he llegado incluso a tener mi itinerario de "infaltables" como el chocolate y los churros de San Ginés, el paso por el Museo del Jamón (no he puesto un pie en el Prado), unos boquerones por aquí, una cervecita por allá, etc. Pero esta vez nada me sabe igual y Madrid no me ha enamorado como otras veces. Digamos que todo es culpa del aguacero y de la gripa que me dejó y esperemos tener mejor suerte en Sevilla la semana que viene.

Hasta entonces.








Monday, November 10, 2008

¿Qué he hecho para merecer esto?


A veces siento que vivo una vida prestada. Por las noches, al salir de la oficina, cuando el tráfico ya está suave y las calles están medianamente desiertas, atravieso los bulevares y no puedo evitar mirar a mi alrededor y maravillarme con la ciudad que me rodea. Para llegar a casa tengo que cruzar Paris de oeste a este, pasando por el frente de la Opera, de la Madeleine, de la Bolsa y de Republique, a no ser que esté un poco soñador y decida hacer la travesía bordeando el Sena, en cuyo caso el itinerario es Campos Eliseos, Concordia, Louvre, Bastilla. Poco importa la ruta, lo cierto es que llevo 5 años en Paris y aún emito un profundo Ohhhhhh! interior cada vez que veo la torre Eiffel. No puedo evitar sentirme privilegiado y en consecuencia, siento que tengo una vida prestada y que mucho de lo que me pasa no debería sucederme.

El sentimiento cambia cuando cruzo el umbral de mi oficina. Cuando paseo por Paris me pregunto ¿qué he hecho para merecer esto?, bajo la cabeza y hago una mueca de falsa humildad, de modestia y me siento premiado. Por el contrario, cuando llego a la oficina y veo que tengo que asumir la vida que escogí, cuando se trata de pasar 40 horas seguidas corriendo como un loco para que todo esté perfecto mientras los otros duermen, cuando en medio de la noche, en medio del silencio que recorre los pasillos, en medio de la angustia que produce la constatación de que el día solo tiene 24 horas y de que 24 horas no son suficientes para hacer todo lo que hay que hacer; en esos momentos la pregunta, aunque sigue siendo la misma ¿qué he hecho para merecer esto?, toma un aire dramático y en lugar de bajar la cabeza, levanto los ojos al cielo, extiendo los brazos con las palmas de la mano aleteando hacia el Señor, buscando una explicación al castigo y quisiera devolverle esta vida a quien quiera que sea su dueño y largarme para el tercer mundo, volverme político corrupto y vivir tranquilo. Después salgo a mi terraza a fumarme un cigarrillo, respiro profundo y recuerdo que alguien me dijo hace pocos días que siempre es en medio de un “filing” que los deseos de renunciar aparecen. Y es que en realidad hay pocas cosas que puedan compararse a un “filing”.

Para empezar quiero disculparme por el empleo del anglicismo pomposo, pero he tratado de encontrar una palabra en español que pueda ayudarme a definir un filing y he llegado a la conclusión de que no existe. Para no extenderme demasiado, el filing constituye el momento en el cual uno manda lo que tenga que mandar al tribunal arbitral. A veces uno manda solo unas cuantas páginas y tres o cuatro documentos, lo que es un “pequeño filing” y a veces manda uno 300 páginas con 240 documentos, lo que es un “filing de mierda”. Pero no se trata solo de mandar documentos. El filing es un estado de ánimo, es un paréntesis en la vida, es una preparación psicológica que puede durar semanas, es una fecha lejana en un calendario para la que no importa cuánto nos esforcemos, nunca estaremos lo suficientemente listos. Durante un filing no se es persona, no se duerme, no se come. Durante la semana de filing uno se vuelve desagradable, cuesta trabajo sonreír y cualquier contrariedad, por pequeña que sea, puede provocar un acceso de cólera devastador.

Empecé a prepararme psicológicamente con un mes de anticipación. A veces en la mitad de la noche me despertaba con la convicción de que sería imposible tener todo listo a tiempo. Perdía el sueño y llegaba temprano a la oficina dispuesto a tomar al toro por los cuernos para darme cuenta de que todo estaba bajo control. Al minuto siguiente volvía el pánico y la sensación de que todo estaba por hacer.

La semana pasada tuve mi filing de esos de 300 páginas y puedo decirles que la experiencia fue todo menos gratificante. Tuve ganas de renunciar, de mandar todo a la porra, de desaparecer, de sentarme a llorar frente a mi computador como en efecto lo hice ante el asombro de mi compañero de oficina. Afortunadamente todo lo que pasa en la oficina 713 se queda en 713 (a no ser que yo lo publique en el blog) y pude entonces maldecir a mi antojo y botar la rabia que cultivé durante las noches de insomnio en compañía de la Chica del Can que con su acento dominicano hacía que las horas pasaran más rápido (aunque debo reconocer que por momentos también habría querido botarla por una ventana y para ser sincero, habría botado hasta a mi santa madre).

Después del filing, mi amiga Penelope, me invitó a su casa a ver las elecciones presidenciales y a sumergirnos en Champaña entre amigos. Pasé otra noche en blanco, rodeado de amigos que adoro y abriendo una botella por cada estado que se iba con Obama. Esperemos que Mister Obama no nos olvide y que su gobierno sea tan inspirador como su discurso para que dentro de uno años podamos decir no solamente “yes we can” sino también “yes we did”.

Monday, October 20, 2008

Al carajo el fisco!

En este momento somos cuatro colombianos en la oficina. De los cuatro me atrevo a decir que tres tenemos fama de fascistas, ultraderechistas y poco progresistas. La explicación es muy simple: no odiamos a Uribe, no nos morimos de admiración por Ingrid Betancourt, alimentamos un odio desmesurado contra las FARC y un nivel de tolerancia bastante bajo (casi inexistente) hacia la izquierda latinoamericana. Lo primero que hay que explicar es que la izquierda latinoamericana en nada se parece a la izquierda europea.

Basta con recordar las caras de espanto de nuestros colegas cuando en marzo pasado saltábamos de la dicha al enterarnos de la muerte de Raúl Reyes. Si a esto sumamos la incapacidad que tenemos para ocultar nuestra indignación cada vez que alguien se atreve a decirnos que detrás de nuestras guerrillas se esconde un proyecto político y los esfuerzos que hacemos para disminuir los errores de nuestro gobierno, la acusación encuentra entonces todas sus justificaciones y tenemos que aceptar que ante los ojos de nuestros colegas, somos fachos.

Hoy mi compañero de oficina me miró indignado cuando le dije que estoy cansado de pagar impuestos (impuesto a la renta, impuesto de recolección de basuras, impuesto a la finca raíz, tasa de habitación, tasa audiovisual , contribución de solidaridad, etc) y que quisiera mandar al fisco a la mierda. Como era de esperarse, sacó el argumento de la solidaridad y de la redistribución de la riqueza e incluso me dijo que no escribiera nada al respecto porque podría ofender a mis lectores.

Haciendo caso omiso de su advertencia, he decidido escribir estas líneas con el propósito de aclarar que yo no estoy en contra de la redistribución de la riqueza. Simplemente estoy cansado de pagar impuestos para financiar un sistema que a mi modo de ver, no funciona: la televisión pública es una porquería, mi calle es un basurero, los médicos son malos (y ni hablar de los dentistas), los funcionarios viven en huelga, etc.

Por regla general trato de hablar solamente sobre las cosas que conozco. Cuando uno viene de una República Bananera, uno llega al primer mundo convencido de que las cosas funcionan de una manera diferente o para no ir más lejos: funcionan y punto. Basta tener que hacer cualquier papeleo en Francia para darse cuenta de que acá hay tanta o más burocracia (de hecho la palabra es una creación francesa). Los tres mandamientos del funcionario público (1. “Eso si no se va a poder”, 2. “Vuelva dentro de ocho días” y 3. “Eso se me traspapeló”) parecen dogmas intocables y de rigurosa aplicación.

La administración de justicia es otro ejemplo flagrante. Desafortunadamente el año pasado me vi obligado a poner en marcha el aparato policial y judicial francés. La historia es muy simple: los que me conocen saben que me encantan los perros. Un día decidí que quería otro (además del que ya tengo), con la idea de que dos perros podrían acompañarse y tener una existencia más llevadera mientras yo trabajaba. Tal vez víctima de un rezago ochentero, decidí que el segundo perro sería un Cocker Spaniel y me lancé a buscarlo como un loco. Después de dos meses de búsqueda di con un anuncio en el que se ofrecían para la venta unos cachorros finísimos y con más apellidos que cualquiera de las personas que conozco, salvo tal vez el marido de una tía que tiene unos buenísimos y distinguidísimos. Llamé al número del anuncio y al otro lado del teléfono una anciana se negó a mandarme fotos argumentando que la compra de un perro era un acto de amor a primera vista y que la química necesaria para escogerlo solo era posible obtenerla en vivo y en directo. Estoy de acuerdo con la vieja pero el problema es que nos separaban más de 5 horas en carro. Aún así, Guillaume y yo hicimos el viaje hasta la punta norte de Francia para conocer al perrito y efectivamente, nos enamoramos de uno que dos meses después, ingresó formalmente a la familia.

El perrito era un encanto y se la pasaba pegado a nuestros pies y nos miraba todo el tiempo con esos ojos llenos de amor y de tristeza que solo tienen los Cocker y nosotros matados con la bestia, no parábamos de consentirlo y de peinarlo y de darle amor.

El problema empezó a los pocos meses cuando algunos vecinos nos dijeron que el perrito hacía ruido cuando nosotros no estábamos. Empezamos por tomar las medidas básicas y antes de salir escondíamos las guitarras, las flautas, los tambores y cerrábamos el piano con llave. No sirvió de mucho pues el perrito descubrió entonces que podía aullar como un lobo y pasaba las horas deleitando a los vecinos con sus cantatas profanas.

Una mañana a eso de las seis, toco a la puerta un vecino enfurecido diciendo que no soportaba los aullidos y que era necesario que tomáramos las medidas pertinentes. Fuimos al veterinario y tuvimos que soportar que nos tildaran de hijos de puta por dejar a semejante encanto solito todo el día. El veterinario nos vendió un difusor de feromonas de mamá perro. Era algo semejante a un ambientador de esos que se conectan o se “enchuflan” en cualquier “enchufle” (en otra ocasión disertaré sobre el origen y uso correcto de la palabra “enchufle”) y que durante todo el día esparce feromonas perrunas por todo el apartamento para, supuestamente, calmar al animalito. Después de varios días navegando entre las feromonas de mamá perro y viendo que el perrito seguía igual de acongojado al tiempo que Guillaume y yo empezábamos a adoptar actitudes perrunas como orinarnos de la emoción cuando llegaba alguien o tomar agua del inodoro, decidimos que era el momento de abandonar las feromonas y tomar medidas drásticas. Fue así como terminamos en el consultorio de un psiquiatra perruno. La idea de la consulta era reproducir el ambiente familiar del animal en el consultorio para que el psiquiatra pudiera ver cuál era el problema que aquejaba al pobre animal. Terminamos Guillaume y yo, con los dos perros en un consultorio mientras el galeno observaba todos los movimientos de todos los presentes. Al final nos recetaron un collar antipulgas para Guillaume y prozac para el perrito.

Empezamos a drogar al perro con la esperanza de que el problema se solucionara. Durante tres semanas no recibimos quejas y una noche cualquiera, después de llegar de una comida y mientras dormíamos, el vecino energúmeno que había venido a gritar como un loco unas semanas antes, logró introducirse en nuestro apartamento. Primero oi un ruido y unos segundos más tarde tenía yo al tipo ese lanzando improperios al lado de mi cama. Pasan unos cuantos segundos hasta que empiezo a darme cuenta de lo que sucede y el abogado que duerme en mi y todo el “mi” que duerme se despierta y salgo con una frase del estilo “esto es una invasión en propiedad ajena” y segundos después le grito a Guillaume que llame a la policía y el tipo salta encima mío y cuando menos me doy cuenta tengo un tipo que intenta estrangularme y yo no puedo ni moverme.

Para no alargar el cuento (que ya está bastante largo y completamente alejado de mi indignación con el fisco), el tipo se fue tan rápido como llego. A la mañana siguiente empezó la odisea de ir a la policía, interponer las denuncias respectivas y esperar a que la justicia estatal hiciera su trabajo. La respuesta de la policía fue contundente: “vuelva a llamar si el tipo le vuelve a pegar”.

La justicia no es la misma para todo el mundo. Al hijo del presidente le robaron una moto y dos días después no solo ya habían encontrado la moto sino que además habían tomado muestras de ADN sobre la misma para encontrar y arrestar al culpable, como en efecto lo hicieron. Yo le dí a a la policía el nombre y la dirección de mi agresor y ¿creen ustedes que hicieron algo? Por supuesto que no.

Por eso es que me da rabia pagar impuestos. No es porque sea un facho anti-progresista que esté en contra de la solidaridad y la redistribución de la riqueza.

Epílogo: al perrito lo regalamos. Pusimos un anuncio de esos que dicen “motivo viaje”. Nunca volvimos a contestar el teléfono por miedo a que nos lo devolvieran por “vicio oculto”.

Tuesday, October 7, 2008

Tres vueltas



El domingo pasado fui al hipódromo por primera vez. A las 4:40 de la tarde se corría el Premio "Qatar Arco del Triunfo" que según los conocedores es el premio más importante del mundo. La experiencia fue divertida. El hipódromo parecía un circo en el que se mezclaban alegremente abrigos de piel, sombreros ridículos, copas de champaña, borrachines apostadores , damas de la alta y de la vida, y entre todos, Guillaume y yo, maravillados por el espectáculo, siguiendo el juego y cumpliendo el libreto al pie de la letra.

Una tarde de carreras en el hipódromo es como una tarde de sexo. La carrera termina siendo accesoria. Lo que importa es el preámbulo y todo lo que precede al galope, que en últimas, dura apenas poco más que un orgasmo. Lo bueno es que en una tarde puede haber hasta 8 carreras y en eso si hay una gran diferencia con una tarde de sexo porque difícilmente hay yegua o caballo que aguante 8 galopes en una misma tarde, aunque uno nunca sabe.

En todo caso, lo largo es todo lo que viene antes de esos dos minutos de gloria. La fila para apostar, el análisis de cuánto, cómo y por quién apostar, saber si apostamos al ganador, al trío, al dúo, al figurante, al cojo o al tuerto. El domingo estuve a punto de ganar, de no ser porque "Duque de Mermelada" quedó de quinto y no de tercero como yo había anunciado. La verdad es que no lo culpo, con ese nombre ¿a quién le dan ganas de correr?.

Termino la entrada de esta semana respondiendo a la pregunta que algunos de ustedes se han hecho y que algunos otros me han formulado directamente: ¿Quién es Diana Prince? Pues bien, Diana Prince no es otra que la mujer maravilla. Lo que pasa es que un super-héroe no puede andar por el mundo diciendo “Mucho gusto me llamo Super Man" o “Encantada, soy la Mujer Maravilla” o peor aún “El gusto es mío, soy el Chico Maravilla”. Es por eso que todos tienen una identidad secreta que les permite confundirse con la multitud en el día a día.

Si algún día en una fiesta alguien les dice que se llama Bruno Diaz, tengan la seguridad de que se trata de Batman. Si por el contrario les presentan a Ricardo Tapia, aguanten la risa y sepan que se trata del Chico Maravilla o Robin para los más iniciados. Si algún día ven a Diana Prince, síganla de cerca porque en el momento menos pensado da tres vueltas y se convierte.

Thursday, October 2, 2008

¿Quién es Diana Prince?




Las últimas semanas han estado llenas de pequeños acontecimientos que juntos constituyen aquello que todo el mundo llama “vida”. Del descubrimiento de Meryl Streep cantando las mejores canciones de Abba al “Salon del Vintage”, pasando por los días europeos del patrimonio y por supuesto, por mi primera semana en el gimnasio y culminando con el hecho de haber recibido una carta manuscrita como no recibía desde hace muchos, muchos años.

Vayamos por partes. Las “Journées du Patrimoine” consisten en que durante dos días todos los edificios públicos y privados considerados como patrimonio cultural se abren al público de manera gratuita. Es así como el palacio presidencial, las altas cortes, los ministerios y muchos otros lugares quedan al descubierto.

Yo detesto hacer filas y quien dice “gratis” dice “fila interminable” así es que mis deseos culturales solo alcanzaron para ir a visitar el Palais Royal, sede del Ministerio de Cultura, del Consejo de Estado y del Consejo Constitucional. Después de la dosis de cultura gratuita, nada mejor que terminar el domingo con una pequeña (sobre)dosis de Abba para lo cual lo único que se necesita es imaginar una pequeña isla mediterránea con una altísima concentración de feromonas, añadir las mejores canciones de Abba en la voz de Meryl Streep, secundada por Pierce Brosnan y el resultado es sorprendente: una película kitsh a más no poder y absolutamente deliciosa que cumple con uno de los principales objetivos del cine: divertir, dejando muy claro que el que quiera filosofía que se compre un libro.

Cuando uno va a ver una película como “Mamma Mia”, hay que saber qué es lo que se va a encontrar. Por eso es que antes del comienzo de las películas ponen un anuncio invitando a la gente a que se informe sobre el contenido de la película que están a punto de ver. El anuncio siempre me pareció ridículo aunque debo reconocer que una vez fui a cine a ver una película que se llamaba “Anatomía del Infierno” y que además era protagonizada por Rocco Siffredi. Yo tenía muy claro que aunque la película no estuviera clasificada como triple x, el solo hecho de tener a Rocco como protagonista y “Anatomía del Infierno” como título, era garantía de que la película iba a ser, por así decirlo, “guarra”. Efectivamente, veinte minutos después del inicio de la proyección, la sala estaba completamente vacía. Tal vez todas las personas que abandonaron la sala no sabía quién era Rocco Siffredi y tal vez pensaron que se trataba de una revelación italiana. Conclusión, cuidado con los títulos porque una película que se llame “Mójame toda soy tuya” muy probablemente no tratará la historia de una sirenita domesticada en un estanque y “La Quinceañera y el Caballo” puede resultar traumática para quien espere encontrar una película al estilo de Barbara Streissand.

Volviendo a “Mamma Mia”, debo admitir que hace mucho tiempo no me divertía tanto en cine. Meryl Streep demuestra una vez más que puede hacer lo que le de la gana. Confieso que quedé tarado. Después de cantar Abba durante toda una semana hasta el punto de sorprenderme tarareando “Chiquitita” por los pasillos de la oficina, el fin de semana pasado terminé en el Salón del Vintage. A mi siempre me han gustado los 70s y para demostrarlo, terminé comprando un abrigo de conejo blanco (tal vez todavía estaba bajo los efectos de alguno de los videos de Abba) y una gabardina de cuero. Afortunadamente el salón duró solo dos días porque de seguir así, habría podido cambiar el Audi por el carro de Starsky y Hutch o como mínimo, por el mercedes de Diana Prince.

Después del vintage decidí canalizar mi energía y hoy puedo decir que remplacé la energía que recorría todo mi cuerpo por un dolor que me ha tenido al borde de la invalidez. Todos y cada uno de mis músculos los tengo hechos compota y todo es culpa de Nelson. Con decirles que hasta me duele llevarme el cigarrillo a la boca y ayer estuve a punto de pedir ayuda a mi compañero de oficina para ponerme la chaqueta (desistí por no considerarlo apropiado). Por las noches quisiera poder quitarme los brazos y volvérmelos a poner cuando ya no duelan. Lo único que me motiva es que si sigo juicioso, en seis meses estaré delicioso o posiblemente convertido en un marrano porque desde que empecé a ir al gimnasio como una vaca.

La ola de acontecimientos terminó ayer cuando al llegar a mi casa encontré un sobre en mi buzón que para mi gran sorpresa, no contenía una factura. Era una carta de Milesi, escrita de su puño y letra en agosto de 2008; una hoja que después de dos meses de atravesar el Atlantico a lomo de burra, llegó a mis manos reviviendo la vieja emoción de abrir el sobre y de sentir una proximidad que ningún medio electrónico podrá igualar jamás. Como bien lo escribio Milesi: “Me haces falta Juancito y yo también me cago en Facebook”. Prometo responder de mi puño y letra y con algo de suerte, tal vez mi carta llegue a Buenos Aires antes del fin de año.

Thursday, September 25, 2008

La lengua es el azote del culo


Hace menos de un mes escribí: “no nací para el deporte. Posiblemente algún día me decida a aprender a tocar piano” Pues bien, resulta que no tengo espacio para poner un piano en mi casa y la oficina no proporciona el servicio de profesor de música (lo cual me parece realmente injusto). Sin embargo, lo que si hay en la oficina es un gimnasio, razón por la cual dejando mis prejuicios a un lado, he decidido tragarme mis palabras una a una y aventurarme en el maravilloso mundo del deporte.

El primer paso a seguir fue ir a comprar unos tenis (zapatillas) o de lo contrario me vería obligado a ir al gimnasio con los zapatos dorados que me hacen merecedor de tantos cumplidos cada vez que me los pongo. Comprar tenis ya no es tan fácil como hace unos años. Hoy en día hay un zapato para cada actividad y si uno corre en subida tiene que utilizar un zapato diferente que el que usan los que corren en bajada. Antes de comprar hay que informarse. Es indispensable saber si el zapato es resistente a los choques, si protege la rodilla, el riñón, el hígado y hasta la parte de atrás de la oreja. Lo peor de todo es que el vendedor logra que uno se convenza de que si no compra el zapato adecuado, una inofensiva trotada puede terminar en tragedia. Un zapato que no amortigüe lo suficiente puede provocar la caída de las amígdalas (que me sacaron hace mas de 20 años) o una fuga de Zenobia (léase líquido cenobial) que nos deje las rodillas inservibles. Para evitar riesgos decidí seguir los consejos del vendedor y pagué una pequeña fortuna.

Hoy fue mi primer día de ejercicios. Llegué muy puntual al gimnasio y fui recibido por Nelson. Nelson es el entrenador del gimnasio de la oficina. Me imagino que no tiene más de 25 años, tiene un arete enorme en cada oreja que lo hacen ver como un altar de Corpus Cristi y dos tatuajes enormes en cada brazo. Aparte de eso, tiene la apariencia de ser una persona muy normal. No van a creer que me sentí intimidado por Nelson, ni más faltaba. Solamente me sentí un poco ridículo al constatar que tuvo que explicarme hasta cómo funciona una bicicleta estática. Y como si no fuera suficiente, cuando me instaló en la trotadora, me amarró el gancho de seguridad que hace que la maquina se apague en caso de que uno se caiga, no sin antes decir que “este gancho nadie lo usa, pero… uno nunca sabe”, como si bastara con una pequeña mirada para darse cuenta de que soy una bestia descoordinada. Después me acordé que durante uno de mis intentos fallidos de ir al gimnasio en Bogotá, una vez me caí de una trotadora. Estaba corriendo a muchos kilómetros por hora, quemando yo no se cuantas calorías, con una frecuencia cardiaca de yo no se cuántos megatones y en el momento menos pensado se me ocurrió ponerme a leer una etiqueta que mi camiseta tenía en una de las mangas. El resultado no se hizo esperar y cuando me di cuenta, di un paso en diagonal que terminó con un bote sobre la barandilla de la trotadora y caí como una plasta en la trotadora de al lado que por fortuna estaba vacía y apagada. Regla numero uno: cuando estoy sobre una trotadora no me hablen, no me miren, no me pregunten qué hora es porque de lo contrario puedo empezar a correr en diagonal partirme hasta el alma.

Lo más importante es no olvidar que un gimnasio puede ser un lugar extremadamente peligroso. Además de machucarse con las pesas, caerse de una trotadora, tropezarse con un banco de “step”, están las temibles bolas de Pilates. Una abogada de la oficina que es bastante pequeña y que debe pesar como 30 kilos, casi se fractura el cráneo cuando se cayó de la bola del demonio y paró de cabeza contra una pared. Lo peor de todo es que no había nadie alrededor para reírse o para socorrerla, dependiendo de las calidades morales del testigo.

Afortunadamente hoy no tuve ningún contratiempo y logré sobrevivir a mi primera gesta deportiva en años. Mañana, si es que vuelvo al gimnasio, espero no estrangularme con las pesas y no hacer el ridículo dejándome caer una mancuerna en la cabeza.
Amanecerá y veremos.

Wednesday, September 17, 2008

Insomnio



Ayer fue un día de trabajo duro. Teníamos que mandar la versión final de un memorial de 250 páginas al cliente. Cada vez que hay que mandar un memorial al cliente la noche es larga y por lo general, no salgo de la oficina antes de las cinco de la mañana.

A las ocho de la noche empecé a prepararme psicológicamente para la larga noche que me esperaba y después de llenarme de alitas de pollo grasosas, encontré sobre mi escritorio un tarro de pastillas de cafeína que uno de mis colegas me había regalado hace algunas semanas. Revisé cuidadosamente la etiqueta en la que pude leer: “tan seguras como el café”, “fuerza máxima”, “ayuda reactividad y atención”. De entrada el hecho de que se atrevan a decir que las pastillitas de café son tan seguras como el café me generó una cierta desconfianza pero aún así decidí tomarme una, total, 200 miligramos de cafeína no iban a matarme.

Dos horas después me estaba quedando dormido sobre mi escritorio y decidí tomarme otra pastillita inofensiva. Desafortunadamente y contrariamente a lo que siempre sucede, a eso de la media noche mi jefe entró a mi oficina a decirme que todo estaba bajo control y que podía irme a dormir. No lo pensé dos veces y en menos de cinco minutos ya estaba en mi moto camino casa y muriéndome de sueño. No exagero si digo que casi me quedo dormido en el ascensor y que me costó un trabajo enorme llegar hasta mi cama.

Puse la cabeza en la almohada y Oh sorpresa! las pastillas de mierda hicieron su efecto. Di vueltas en vano durante veinte minutos, cerré los ojos, los volví a abrir, di más vueltas y hasta me puse un antifaz para dormir de esos que dan en los aviones y que lo hacen ver a uno como una diva decadente. Veinte minutos después seguía dando vueltas y moviendo los pies compulsivamente como si bailara un Jarabe Tapatío.

Al cabo de cinco minutos empezó la taquicardia y fue entonces cuando decidí que era el momento de aplicar las técnicas para atraer el sueño de la adolescencia. Empecé entonces a pensar cochinadas. Lo siento por mi sacrosanta madrecita que seguramente estará leyendo estas líneas, pero a veces es fácil encontrar el sueño después de haber pensado unas cuantas cochinadas y de haber recreado en la mente escenas tórridas en lugares paradisíacos. Después de varios intentos de montar la fantasía perfecta que pudiera llevarme a brazos de Morfeo, pude constatar que las pastillas habían acabado con lo poco de líbido que puede quedar después de haber trabajado 14 horas seguidas.

En ese momento decidí poner en obra el plan “B”: a veces, cuando no me puedo dormir me pongo a pensar en mi entierro. Como es obvio, después de unos minutos me pongo tristísimo y termino durmiéndome sin siquiera darme cuenta. Tampoco funcionó. Cuando empecé a pensar en el velorio lo único que me vino a la mente fue: “eso me pasa por pendejo y haberme tomado esas pastillas de café”.

Conclusión: dormí poco y mal, detestando al que me dio las pastillas y pensando que la próxima vez por lo menos me tomaré el trabajo de leer los efectos secundarios que, en efecto, pueden resumirse en insomnio, taquicardia, nerviosismo e irritabilidad.

Thursday, September 11, 2008

El placer de ser un inútil



El 12 de septiembre se cumplen cinco años desde que llegué a Paris. Nunca me imaginé que mi aventura parisina duraría tanto tiempo. Cuando salí de Colombia tenía la intención de pasar dos años por fuera: uno para aprender francés y otro para hacer un master. Imaginaba mi regreso triunfal a Colombia, completamente renovado después de un buen baño de mundo y con la firme intención de continuar mi vida y mi carrera en Colombia. Mi mamá siempre me dijo que ella tenía la seguridad de que yo no iba a volver y una vez más, la vida le está dando la razón porque al menos por el momento, yo de aquí no me muevo.

Como ya lo he dicho en alguna que otra línea, la llegada a Paris fue un poco difícil. Cuando uno se da cuenta de que no es un turista y de que la ciudad tiene que empezar a pertenecernos, algo se transforma, algo se rompe y empieza el camino de domesticación, de apropiación, de lenta adaptación.

Es impresionante como puede uno llegar a conocer a Colombia estando lejos de ella. Mi primera constatación es que la colombiana, es una sociedad servil. Siempre habrá alguien que hará las cosas por uno. Tan solo para citar un ejemplo, basta con decir que en Paris tuve mi primer encuentro cercano con una fotocopiadora. Nunca en mi vida había sacado una fotocopia y no creo ser el único. Es comprensible. En Colombia siempre hay alguien que saca las fotocopias. En las papelerías universitarias hay siempre una persona a la que le pagan solamente para prestar ese servicio. Uno simplemente dice cuántas copias quiere y después no es sino ir a recoger el trabajo. En Paris es diferente. El empleado de la papelería se limita a decirle a uno qué maquina utilizar y es en ese momento en el que hay que armarse de paciencia y de coraje para sortear las dificultades técnicas de sacar una fotocopia, porque es que eso de hacer una copia recto-verso no es cualquier pendejadita y ni hablar de las reducciones y de las ampliaciones.

Siguiendo con los ejemplos, la primera vez que hice mercado en Paris, fue también el momento de constatar que en Colombia estamos completamente malacostumbrados. Yo llegué a la caja registradora y empecé a desocupar mi carrito mientras la cajera registraba los productos uno a uno a la velocidad de la luz. Yo me quedé inmóvil, como es costumbre, oyendo el “bip” del código de barras y esperando que me dieran el total que debía pagar. La sorpresa fue enorme al darme cuenta de que todas mis compras se iban amontonando sin orden y como si se tratara de desechos detrás de la cajera y fue en ese momento que entendí que en Francia no hay empleados dedicados a empacar el mercado. Al principio fue una tortura. Empacar todo en bolsas y al mismo tiempo pagar, dar la tarjeta, marcar el código, firmar el recibo y todo ante la mirada impaciente de los que esperan en la fila.

Tampoco hay empleados de gasolinera. Van a pensar que soy un inútil, pero nunca en mi vida había echado gasolina con mis propias manos. Llenar el tanque para mi se reducía a abrir la ventana, sacar el billete y decir: “cinco de corriente”. Cuando empecé a manejar en Francia hice hasta lo imposible para evitar tener que ir a echar gasolina hasta que un día me vi obligado a hacerlo. Llegué a la bomba y esperé a que no hubiera nadie mirando mientras me animaba pensando que cualquier idiota puede echarle gasolina a un carro. Cogí la manguera, la puse en el roto (eso suena horrible), tiré del gatillo, oí un ruido y me quedé esperando unos minutos hasta que de algún lado salió un “bip” que mi instinto urbano interpretó como el final de la operación. Acto seguido pasé mi tarjeta de crédito, puse mi código, guardé mi recibo y partí victorioso. Cuando prendí el carro, la aguja aún indicaba que el tanque estaba vacío. No me preocupé porque sé que en algunos modelos la aguja se demora algunos segundos en subir. Después de muchos segundos de espera y de avanzar casi medio kilómetro, viendo que la aguja no se movía, decidí detenerme para revisar el recibo de la tarjeta de pago. La transacción había sido exitosa: Juan Otero acababa de poner en su tanque la suma de 27 centavos de gasolina. A mi nadie me dijo que el gatillo había que tenerlo apretado todo el tiempo.

Cinco años después, sigo peleando con las fotocopiadoras, sigo extrañando a los empacadores de mercado y sigo huyéndole a la gasolina.

Friday, September 5, 2008

Nunca seré un ma-can-can


Para nadie es un secreto que nunca he sido deportista. Cuando empecé a estudiar derecho creí haber encontrado la excusa perfecta para no hacer deporte. Me creí el cuento de que mi obligación era cultivar la mente y cambié los gimnasios por las bibliotecas. Debo admitir que nunca fui a un gimnasio durante más de tres semanas seguidas y tampoco a la biblioteca.

El argumento de ser un deportista de la mente funcionó perfectamente durante años. Ninguno de mis compañeros de universidad fue nunca deportista y lo máximo que alguna vez hicieron (y sin mayor constancia) fue jugar al golf. Sin embargo, desde que empecé a trabajar en Paris me di cuenta de que mi excusa antideportiva no es más que una vulgar falacia.

Entre mis colegas tengo un campeón nacional de surf australiano becado en varias universidades. Cuando lo supe, me consolé diciendo (lleno de envidia por supuesto) que si lo habían becado era por deportista y no por ser una lumbrera del derecho. También hay un patinador que fue dos veces campeón nacional en Estados Unidos y cuyas proezas pueden verificarse en you tube y hasta en Wikipedia. Otra abogada corrió la maratón de Londres y otro es un asiduo triatleta. También está el que en las vacaciones de navidad escaló el Kilimanjaro y después pasó dos meses durmiendo en una carpa diminuta en la sala de su casa para prepararse para la escalada del Everest.

Vamos por orden: los patines me han dejado varias cicatrices en las rodillas. El basket me dejó una fractura. La natación me producía una otitis insoportable. Todos los deportes que involucran bolas, balones y que requieren de un mínimo de coordinación lo único que me han aportado es la sensación de hacer el ridículo. El yoyo casi me parte la nariz y un día casi me saco un ojo con un trompo, corriendo el riesgo de quedar como Catalina Creel. La última vez que me inscribí en un gimnasio con la esperanza de ganar masa muscular, perdí unos cuantos kilos y hasta me encogí tres centímetros. Escalar el Everest… imposible… sufro de vértigo hasta montado en una silla.

Conclusión: no nací para el deporte. Posiblemente algún día me decida a aprender a tocar piano.

Tuesday, September 2, 2008

Kong


Miranda Boronat ha venido a verme. Llegó muy tiesa y muy maja, perfectamente embutida en un Yves Saint Laurent y haciendo alarde de una indiferencia tal por el mundo que solo encuentra explicación en su propia ignorancia. Y es que para Miranda la guerra fría fue una lucha entre productores de pieles siberianos y Brigitte Bardot, el Dalai Lama es un Coctel que sirven en algunos bares neoyorquinos y China es tan solo un productor de jarrones enormes y de mal gusto. Sin embargo hay que reconocer el talento que tiene para describir la realidad cotidiana, para desenmascarar las farsas que impone la cortesía y decir todos los horrores posibles con la mejor sonrisa y sin que suene a insulto.

Me dijo Miranda, que conoce al derecho y al revés la vida diurna y nocturna, desde la más chic hasta la más inmunda, que viviendo en Paris era indispensable ir al Kong. Decía Miranda que el Kong es uno de aquellos lugares en los que hay que ir a ver y ser visto. Sin embargo, nunca sentí ganas de ir y cada vez que oía hablar del famoso bar-restaurante, los comentarios en nada estimulaban mi curiosidad hasta el punto de vestirme elegante pero casual y lanzarme a descubrir las maravillas de la “Sine Nobilitas” parisina.

Finalmente, el fin de semana pasado, el novio de una amiga decidió celebrarle el cumpleaños en el Kong y fue la ocasión perfecta para conocer el lugar. Queda en la Rue du Pont Neuf en el quinto y sexto piso sobre la boutique Kenzo. La decoración de Philippe Starck es bastante atractiva para quienes admiramos su obra y soñamos con tener varias de sus piezas en nuestro cotidiano (en mi caso, la colección se limita al un exprimidor de naranjas completamente inútil pero lindo al ojo).

Creo que los elogios terminan acá. El servicio es lento y malo. Pedí unos Spring Rolls que nunca llegaron y un Dry Martini que salió aguado (mis amigos saben que soy bastante exigente con el Martini y después de Pravda, hay pocos que logran convencerme). Los meseros son odiosos. La carta del bar cambia después de las 11 de la noche. Al decir verdad, se reduce a la mitad, al igual que el tamaño de las bebidas. El Cosmopolitan se convierte en un “Cosmo Shot” y los precios aumentan en la proporción inversa. En mi caso, imposible pedir un Dry Martini después de las 11 y todo porque ese es el “concepto” del bar. No me crean tan pendejo!

Conclusión, no todo lo que brilla es oro. Me imagino que el Kong debe su reputación a los grandes nombres que se le asocian y a que aparece en el último capítulo de “Sex and the City”.

Al otro día, temprano en la mañana llamé a Miranda para tratarla de burra.

Friday, August 15, 2008

Gracias a Dios tengo un aparato del Demonio



Decidí abrir un blog para hablar de mi vida, para contar cosas que tal vez de viva voz no tengan ningún interés, para hacer catarsis y liberar demonios. También lo hice con la seria intención de imponerme la disciplina de escribir, creyendo que sería fácil encontrar la inspiración en los eventos cotidianos.

Algunas veces el día a día ha logrado proporcionarme las ideas suficientes para llenar aunque sea unos cuantos párrafos. En otras ocasiones, he debido recurrir a recuerdos espontáneos que abren puertas hacia el pasado y generan todo tipo de sentimientos no solo en mi sino en mis lectores. Tuve también la suerte de encontrar inspiración en la prensa cotidiana. Hoy incluso pensé en escribir algo sobre los ratones que sufren de cáncer en la piel por usar demasiada crema humectante después de tomar el sol (ver El Tiempo de hoy 14 de agosto de 2008). Sin embargo, después me di cuenta de que no tengo derecho a arruinar las vacaciones de todas las ratas de Saint Tropez, por lo cual desistí y ahora enfrento nuevamente la falta de inspiración.

Es difícil encontrar algo interesante para contar cuando paso mi vida entre mi escritorio y mi cama. Podría contarles lo que he aprendido acerca del mercado de gas natural en Europa o sobre la evolución de las fórmulas de precio de los contratos de suministro a largo plazo, pero me temo que no sería para nada interesante. Si yo hago esas lecturas apasionantes es porque gracias a ellas puedo pagar mis facturas.

Podría también describir el ambiente de mi trabajo. Después de pasar tanto tiempo en la oficina, ésta comienza a convertirse en una sucursal del hogar o lo que es peor, el hogar comienza a convertirse en una sucursal de la oficina. Debí reaccionar a tiempo cuando aparecieron los primeros síntomas y huir, marcar las distancias y no permitir que mi lugar de trabajo dejara de ser simplemente eso, un lugar de trabajo, y se convirtiera en un espacio indispensable en mi vida. Pero no lo hice y ahora cuando abro los armarios de la oficina descubro con espanto que tengo varias corbatas, algunas chaquetas, un cepillo de dientes en los cajones, un esmalte para no comerme las uñas, un tarrito de Advil, un cartón de cigarrillos y todo aquello que pueda serme necesario para sobrevivir. Sé que pronto tendré también un desodorante y algún día pondré un par de pantuflas debajo del escritorio y hasta tendré una almohada para la siesta.

El principal problema es que cuando se tiene este ritmo de trabajo, las fronteras entre lo que es normal y lo que no lo es se desdibujan completamente. En épocas de mucho trabajo se vuelve normal oír a mis colegas diciendo alegremente “voy a tratar de tomarme el fin de semana, o por lo menos, voy a tratar de tomarme el domingo”. Parece que hemos olvidado que uno no tiene por qué “tomarse” lo que por derecho le pertenece.

Los horarios de trabajo también se vuelven un sujeto incomprensible para quienes nos observan desde el exterior. Hay quienes se espantan cuando nos oyen decir que “hoy me voy temprano” y que ese “temprano” que tanto nos emociona se refiere a las 9 de la noche. Y es que cuando uno se va antes de las nueve (y trato de hacerlo con bastante frecuencia), un ligero sentimiento de culpa se instala y una parte de nosotros se queda irremediablemente atada al escritorio. Peor aún, ahora todos podemos pasearnos por el mundo con el escritorio atado a un tobillo como un grillete y todo gracias al maravilloso Blackberry.

Es cierto que el aparatito puede facilitarnos la vida, pero es también muy cierto que en cuestión de segundos puede convertirse en un aparato del demonio y provocarnos crisis de pánico innecesarias. Siempre he dicho que a veces hay cosas que uno debería ignorar y es que de nada sirve saber que alguien lo busca a uno con desesperación cuando estamos haciendo la fila para montarnos a un avión en el otro lado del mundo y cuando sabemos que estaremos incomunicados durante varias horas. A veces sería mejor no enterarse de nada y llegar con excusas que en tiempos no tan antiguos eran completamente aceptables. Pero el aparato del demonio capta en todas partes, tiene una batería que dura un siglo y nos mantiene informados de todo lo que pasa durante nuestra ausencia.

Como todos los productos de la modernidad, el BB puede también volverse adictivo. Nada más desesperante que intentar mantener una conversación, o sentarse en una mesa con un adicto al BB. El aparato vibra, emite ruiditos y lucecitas de colores mientras el interesado responde uno a uno todos y cada uno de los mensajes que le llegan cada minuto. Tenía una compañera de trabajo que no paraba de maldecir al capitalismo salvaje y al aparato del infierno pero que al mismo tiempo no podía dejar de responder, así fueran las cinco o las tres de la mañana.

No hay solución posible. La única sería tal vez una tormenta magnética que dejara inoperantes todos los sistemas de comunicación, pero eso es, tal vez, un privilegio de la ciencia ficción.

Monday, August 11, 2008

¿Peluquera o florista?




El sábado pasado estuve en una fiesta colombiana. Dieron aguardiente y tamales. Para algunos franceses resultó difícil entender nuestro desmedido placer ante una plasta sin forma, de texturas dudosas, con todo tipo de colores y matices. La verdad es que no los culpo. El tamal después de abierto, cuando ya lo hemos desbaratado con el tenedor, no es para nada atractivo. Algunos bocados se convierten en un acto de fe. Nos llevamos el tenedor a la boca con la esperanza de que aquello que brilla no sea un pedazo de tocino baboso sino simplemente un rayito de luz reflejado sobre la masa del tamal. Confiamos también en que el cocinero haya sido lo suficientemente diligente como para deshacerse de todo lo que no nos gusta y esperamos que no encontraremos ni grasas ni cartílagos en nuestro camino. Una vez resuelta la cuestión de fe, el tamal se convierte en un verdadero placer.

Los encuentros con los colombianos están siempre rodeados de las mismas inquietudes: la renovación de la visa, la obtención del permiso de trabajo y tal vez la más importante, la búsqueda de trabajo. Todos hemos padecido el mismo calvario. Abogados de meseros en Hard Rock, Economistas haciendo hamburguesas en Mc Donalds, Arquitectos cuidando niños ajenos, politólogos vendiendo cerveza en un pub y en mi caso, maletero en un hotel y recepcionista de noche (léase celador). Conscientes de que todos los caminos conducen a Roma, tomamos la situación a la ligera y aprendemos que sólo riéndonos de nosotros mismos, podremos soportar el hecho de estar quedándonos del tren. Lo primero y tal vez lo más importante, es nunca compararse con los que se quedaron en Colombia. Es horrible ver que mientras uno carga maletas o prepara hamburguesas, los compañeros de universidad siguen escalando posiciones, aumentos de sueldo, experiencia profesional, hoja de vida, responsabilidades.

Si bien es cierto que logramos asumir nuestros nuevos oficios con una sonrisa, después de cierto tiempo, la angustia regresa y nos pone, tal vez, frente a la pregunta más importante de todas: ¿cuánto tiempo más podré seguir cargando maletas antes de encontrar un trabajo de verdad que me permita retomar mi carrera? y a esta pregunta se unen otras que lo único que logran es empeorar la situación: ¿cuánto tiempo más puedo insistir en la búsqueda de un trabajo en Paris antes de devolverme, vencido, para intentar retomar mi carrera en Colombia? o en otras palabras, ¿dentro de cuánto tiempo será demasiado tarde para regresar?

Lo que está en juego en ese momento es la vida entera. Hay que saber reconocer que cada año que pasamos por fuera del país, el regreso se hace cada vez más difícil y llega un momento en el que se hace casi imposible. ¿Toca entonces resignarse a vender hamburguesas con un diploma debajo del brazo?

El problema principal es que algunas profesiones no están diseñadas para la exportación.

El sábado tuve una conversación con un amigo y es a raíz de esa conversación que estoy escribiendo lo que ustedes están leyendo. Me contaba mi amigo que venía caminando por una calle y al pasar por el frente de una peluquería, vio una hermosa peluquera. Maravillado ante la belleza de la mujer, sintió de pronto como el encanto se desvanecía por el solo hecho de que en Colombia, uno no puede casarse con una peluquera. A nosotros nos han educado para que nos casemos con economistas, abogadas, cardiólogas, o con cualquier profesional que haya pasado más de cinco años en una universidad. Las peluqueras quedan, en consecuencia, por fuera del espectro matrimonial. No voy a entrar a discutir sobre lo estúpidos e inútiles que son nuestros prejuicios. Simplemente estoy describiendo una realidad de nuestra sociedad.

Me decía mi amigo, y en eso tiene toda la razón, que una peluquera es fácilmente exportable. Cortar el pelo es lo mismo en Bogotá, en Paris, en Tokio o en Los Ángeles. Una peluquera no tendrá que demostrar que conoce las evoluciones locales en materia de derecho administrativo o los últimos avances de las concepciones hidráulicas. Si en un momento determinado, el mercado de las peluqueras se encontrara saturado, mientras que el de las floristas estuviera en plena expansión, la peluquera podría volverse florista, pero, pídale usted a una abogada que se vuelva florista! Imposible.

Wednesday, August 6, 2008

La Vitrina



En Paris las vitrinas de lujo dan paso a las vitrinas del horror. Hay que ver las cosas que puede uno encontrar en las vitrinas parisinas! Para la muestra ésta preciosidad ante la cual uno no puede sino quedar perplejo! Ir caminando por una calle cualquiera y de un momento a otro tropezarse con una vitrina llena de ratas muertas, algunas desde hace más de cien años, merece unas cuantas letras.

La boutique en cuestión funciona en el mismo lugar desde 1877 y es el lugar “incontournable” de quienes desean exterminar cualquier tipo de roedor que se acerque a sus sacrosantos aposentos. Y en materia de exterminación, hay para todos los gustos: tradicionales trampas desnucadoras, precisas dosis de veneno que no solo matan sino que disecan “ipso facto” para que el muerto no huela a muerto y quede como con orgullo se muestra en la vitrina, y tal vez lo más perverso: el pegante ultra fuerte con “sabor a cacahuate” para que las pobres ratas se queden adheridas al suelo y después pueda uno acabarlas a escobazos.

Lo que el vendedor nunca precisa es que el delicioso pegante con sabor a cacahuate es un artificio de crueldad extrema. La rata al ver que se ha quedado pegada, inmediatamente reacciona y toma conciencia de lo que le espera, razón por la cual, en un acto de desespero incomprensible y por tratar de liberarse, se muerde sus patas delanteras y traseras, hasta arrancárselas para quedar inmóvil como una bolita de pelos con cola y cabeza que a la mañana siguiente será encontrada perfectamente disecada. Ya quisiera yo llenarle la cama a ese vendedor desgraciado de pegante con sabor a cacahuate!

Monday, July 28, 2008

¿Quién lloró por Laika?


Cuando tenía cinco años iba a veces con mi papá a comprar discos en una tienda repleta de acetatos. Después de la compra nos sentábamos en la sala a oír las nuevas adquisiciones que para mi resultaban en su gran mayoría incomprensibles y un poco ruidosas. En alguna de estas sesiones musicales cayó “Major Tom” de Peter Schilling. Al mismo tiempo que ponía la aguja sobre el acetato, mi papá me contaba la historia del Mayor Tom: un astronauta cuya capsula espacial pierde toda posibilidad de regresar a la tierra. Tom, consciente de su destino envía un mensaje de despedida a su esposa.

Mientras la música retumbaba, yo pensaba en lo que había vivido el pobre Tom, imaginando la soledad del espacio, la capsula alejándose de la tierra en la oscuridad, con un hombre abordo, un hombre que en ningún caso podía ser mas viejo que mi padre, un hombre que nunca mas volvería a ver un amanecer, un hombre abandonado a su suerte mientras en algún puesto de radio una mujer lloraba por su propia desgracia.

La historia del Mayor Tom fue tal vez mi primer encuentro con la tristeza. Años después supe que se trataba tan solo de una canción y que Tom no era más que un astronauta ficticio creado por David Bowie a finales de los 60s.

A mediados del siglo pasado, una perra rusa llamada Laika corrió con la suerte del mayor Tom. No supe si mandó un mensaje de despedida ni si en alguna pradera rusa hubo algún perro que muriera de tristeza esperando a su Laika.

Monday, July 21, 2008

La Fresa es Afrodisíaca


El dolor de muela es un hijo de puta. Les ofrezco mil disculpas por el lenguaje empleado pero es que un dolor de muela no es ni tenaz, ni duro, ni insoportable, ni fuerte. No. El dolor de muela es hijo de puta y para efectos de no llenar este escrito de palabrotas, en adelante me referiré a él como “el Desgraciado”, aunque siga pensando que no es más que un hijo de puta.

El Desgraciado comenzó a visitarme la semana pasada. Lo recibí cordialmente con una buena dosis de paracetamol que después resultó ser insuficiente por lo cual invité a Ibuprofeno a la fiesta. El Desgraciado se entendió bien con los invitados por lo que durante tres días, logramos convivir todos en armonía. Cuando Ibuprofeno se cansaba de lidiar con él, Paracetamol tomaba el relevo y así todos contentos. Sin embargo, ayer por la tarde, ni Ibuprofeno ni Paracetamol lograron contenerlo y me vi obligado a invitar a Codeína y a Cafeína. Dolor parecía contento pero algún desplante le habrán hecho las señoritas porque a las pocas horas ya nadie servía para nada. Pasé la noche en vela. Cuando por fin lograba dormirme, el Desgraciado me despertaba como diciendo “¿te desperté?, pensé que estabas despierto” y yo en su mirada podía leer la satisfacción de ser él quien controlaba la noche. El dolor de muela no da tregua. A veces se calma un poco pero al poco tiempo vuelve, primero con pequeñas punzadas que recuerdan su presencia para luego instalarse confortablemente mientras uno no puede pensar, no puede leer, no puede hacer nada distinto que pensar en él, en la manera de dominarlo para siempre.

Apenas llegué a la oficina llamé a mi dentista (acá todavía se les puede llamar dentistas y no se ofenden) y le pedí cita de urgencia. Me la dio para mañana en la tarde y mientras yo colgaba resignado, el Desgraciado me hacía muecas diciéndome al oído “ya vas a ver la noche que te espera”. Ante semejante amenaza llamé nuevamente a mi dentista y logré que me recibiera hoy mismo a las 5 de la tarde. Pasé todo el día contando las horas y en un acto de venganza, dejé que el Desgraciado se paseara a su antojo, que se instalara, mientras yo pensaba: “sigue jodiendo que en un par de horas te me largas” y el otro sin tener ni idea de lo que le esperaba.

Faltando 15 minutos para las 5 salí de la oficina como una tromba y mientras caminaba hacia el consultorio me di cuenta de que nunca antes en mi vida me había dirigido con tanta alegría a una cita odontológica. Mientras caminaba con el Desgraciado en su punto máximo, le decía: “grite lo que quiera, total ya ni me importa”. Disfrutaba esas punzadas de dolor convencido de que en unos minutos sería yo quien cantaría victoria. Sin embargo la cosa no fue tan fácil. Como dejé que el Desgraciado hiciera lo que le diera la gana, el nervio llegó hasta lo que se conoce como “punto máximo de excitación” que para los efectos prácticos significó nada más ni nada menos que una inmunidad a la anestesia. El Desgraciado quería tener la última palabra.

Después de ocho inyecciones tenía anestesiados hasta los pelos del culo y el Desgraciado seguía ahí, con su risa burlona y sur gritos de júbilo cada vez que la fresa me hacía brincar. El dentista muy considerado sugirió que continuáramos otro día y que tal vez si dejábamos que el nervio se calmara, la cosa sería más fácil. Estuve completamente de acuerdo hasta que empecé a oír la risa del Desgraciado. Me armé de valor y le dije al dentista (casi sin poder articular y babeando por culpa de tanta anestesia) que siguiera con su trabajo. Pasé unos cuantos minutos de angustia, después de los cuales el dolor empezó a volverse no solo soportable sino además agradable. Creerán que estoy loco, pero el sonido de la fresa, el olor a diente molido y la sensación de escalofrío que me recorría en ese momento, eran para la mi la música de la victoria. Después vino el tratamiento de conductos y luego de retener la respiración unos cuantos segundos, vino la calma.

Era yo quien tendría la última palabra.

Thursday, July 17, 2008

¿Me repite la pregunta?



Leyendo la última entrada de “Un verano en Nueva York” no pude evitar caer en las comparaciones. Qué diferente que es la gente en Nueva York de la gente de Paris. Acá nadie hace el menor esfuerzo por entender a nadie. Si uno no habla un francés fácilmente comprensible, es mejor no aventurarse en intentos de comunicación que lo único que dejan son amarguras.

Antes de venir a Paris había tomado algunas clases de francés en la Alianza Francesa con una profesora bien colombiana, que es diferente de colombiana bien, y que en lo poco que aprendí, alcanzó a contaminarme con defectos de pronunciación de los que me tomó años deshacerme. Ni las horas en la Alianza, ni el padre nuestro y el ave maría en francés que me habían enseñado en el colegio del Opus Dei, ni el amor que siempre tuve por la lengua de Molière, sirvieron para que fuera capaz de defenderme. Lo triste es que yo no conocía la dimensión exacta de mi incapacidad y cuando desembarqué en Charles de Gaulle, estaba absolutamente convencido de que podría comunicarme con facilidad, sintiéndome depositario de los rudimentos básicos para la supervivencia.

Amarga fue mi sorpresa al darme cuenta de que no era capaz de comprar ni siquiera un pan francés. Y es que comprar el pan en Francia es todo un ritual. Siempre me ponía en la fila y esperaba mi turno con la misma angustia con la que esperaba el turno el día del examen médico del ejercito en el que a uno le agarran las pelotas para ver si es apto para servir a la patria. Y es que la fila de la panadería me llevaba casi a la misma situación. Era casi seguro que la vendedora también me iba a agarrar de las pelotas! Cuando llegaba mi turno, mil preguntas comenzaban a desfilar por mi cabeza: ¿es un baguette o une baguette? ¿pronuncio bagué o baguet? Mi profesora de la Alianza me dijo que las últimas letras no se pronuncian….. Después de unos segundos me lanzo al agua, pido pronunciando la “t” y veo que no me equivoco. La vendedora desgraciada, viendo mi cara de alivio, decide acabar con mi tranquilidad y me pregunta si mi baguette la quiero “traditionnelle ou de campagne” y mis esfuerzos se van al carajo y mi cara de satisfacción da paso a una mueca de espanto. Pasan varios segundos y la gente en la fila comienza a impacientarse y yo lo único que puedo decir es “oui” y la malvada vendedora me clava aún más hondo el puñal y pregunta “oui quoi?” y yo completamente perdido no tengo más opción que dar media vuelta y salir con el rabo entre las patas.

La experiencia se repite también en los mostradores de los restaurantes de comida rápida. Después de ensayar el pedido, de calcular todas las posibles preguntas y de memorizar todas las posibles respuestas, llega siempre la pregunta que uno no entiende y a la que responder con un “oui” es el colmo de la estupidez. Creí que yendo a Mc Donalds no tomaba ningún riesgo. Una Big Mac es lo mismo en español, en inglés o en francés. Las papas fritas acá se llaman “frites” (se pronuncia frit, así sean muchas, muchas papas) y para pedir la coca-cola basta con decir cocá y todo el mundo contento. Sin embargo, cuando ya creía estar del otro lado, viene la pregunta del millón: “Sur place ou à emporter?” que en ese momento llega a mis oídos con la misma claridad con la que llegan los anuncios a través de los altavoces de un aeropuerto tercermundista y yo otra vez respondo “oui” y otra vez me pregunta “oui quoi?” y otra vez me voy con el rabo entre las patas y decido alimentarme exclusivamente con productos de supermercado, disponibles al alcance de mi mano y que puedo pagar simplemente viendo el valor que aparece en la caja registradora.

Definitivamente no, los parisinos no son como los neoyorquinos

Tuesday, July 15, 2008

Un enano es un enano


El 14 de julio de 1789, el pueblo enardecido se tomó la Bastilla, marcando un hito en la que sería la revolución francesa.

En el siglo XIX se dicto una ley mediante la cual se establecía que el 14 de julio sería la fiesta nacional. Sin embargo, contrario a lo que todos los libros de historia me habían enseñado, la fiesta nacional francesa no conmemora la toma de la Bastilla sino la celebración de la primera fiesta de la federación que tuvo lugar el 14 de julio de 1790 y a la cual asistieron, además del incomprendido Luis XVI, delegados de todas las provincias francesas con el fin de celebrar la paz y promulgar la constitución que enterraría la monarquía absoluta.

En 1880, cuando el Senado decidió elevar el 14 de julio a fiesta nacional, el dilema reinante era si el día de orgullo nacional debía conmemorar la toma de la Bastilla o en su lugar, la primera fiesta de la federación celebrada en 1790. El Senado decidió conmemorar la federación al considerar que la toma de la Bastilla era una fecha sangrienta que no merecía especiales celebraciones, olvidando que la primera no era nada distinto que una conmemoración de la segunda. Es evidente cómo ya en el siglo XIX, lo políticamente correcto comenzaba a imponerse sobre las verdades irrefutables.

Hoy, ya entrados en el siglo XXI, la batalla de lo políticamente correcto continua haciendo estragos hasta el punto de impedir que podamos llamar las cosas por su nombre, buscando denominaciones absurdas y a veces hasta ridículas a las cuales tal vez nunca logremos acostumbrarnos. Es así como en la Francia de hoy, los enanos han dejado de ser enanos para convertirse en "personas de talla pequeña", los ciegos se han convertido en "personas que ven mal" y los sordos se han vuelto "personas que oyen mal". ¿A quién tratamos de engañar ? Un enano es un enano, un ciego no ve mal, simplemente no ve un culo y los sordos no oyen un carajo.

La lista continua. Ahora las cajeras de supermercado prefieren llamarse "anfitrionas de caja", los meseros "anfitriones de mesa", los viejos "personas de edad" y los recepcionistas "anfitriones de bienvenida". De seguir así, pronto tendremos que reaprender nuestro léxico en su totalidad para estar seguros de no salir de lo que es políticamente correcto.

Entiendo perfectamente las motivaciones de esta ola de nuevos términos. Hay que acabar con las discriminaciones y sobre todo, hay que evitar ofender. Sin embargo, hay términos que se vuelven ofensivos por el solo hecho de querer remplazarlos. Nunca en mi vida pensé que palabras como ciego o sordo pudieran ser ofensivas o discriminatorias. Pensé que se trataba simplemente de palabras mediante las cuales designábamos una realidad fácilmente verificable.

A veces por querer hacer el bien terminamos haciendo el mal. La obsesión del mundo moderno de no llamar a las cosas por su nombre y el miedo a dar un paso en falso acabarán con la espontaneidad del lenguaje.

Por último, no olvidemos que para ofender basta con añadir un adjetivo.

Thursday, July 10, 2008

Por la plata baila el perro


Cuando estaba abajo, muy abajo…

Cuando llevaba menos de dos meses en Paris, viendo que conseguir un trabajo era casi una misión imposible y siguiendo el consejo de mi amigo polaco, a quien por cierto no veo desde que estaba tan abajo, decidí optar por la vía del dinero fácil.

Todas las tardes después de los cursos de francés en la Sorbona, nos sentábamos en las orillas del Sena a ver pasar los botes llenos de turistas mientras compartíamos una caja de jugo de naranja de 40 centavos y una baguette. Hablábamos del futuro, de los sueños que teníamos y tratábamos de encontrar una manera fácil de ganar el dinero suficiente para poder hacerlos realidad.

Yo había llegado a Paris con 5.000 euros que debían alcanzar para pagar la universidad, el arriendo y la comida por lo menos hasta que encontrara un trabajo. Estaba dispuesto a hacer lo que fuera. Sin embargo, como no hablaba nada de francés, la búsqueda se hacía cada vez más difícil. Por primera vez en mi vida decidí que iba a recortar gastos al máximo. Mis mercados se componían siempre de lo mismo: huevos (había que comer proteína), camembert, pasta, carne molida, leche y pan. Aprendí a sobrevivir gastando solo 20 euros a la semana. El secreto estaba en no comer nunca fuera de casa y en caminar siempre que ello fuera posible. El metro era un lujo que solo empecé a permitirme durante el invierno y en tiempo de lluvia.

Volviendo al polaco, viendo las dificultades que teníamos para conseguir un trabajo, decidimos ofrecernos como “modeles vivants” o “modelos vivos”. Para el efecto, caminamos durante toda una semana dejando papeles con nuestros teléfonos y nuestra descripción en todas las escuelas de arte de la ciudad. A los pocos días recibimos la primera llamada y acordamos una cita con un pintor en el Marais. Antes de la hora convenida decidí que yo nunca sería capaz de empelotarme delante de un pintor. Nunca me sentí especialmente atraído por mi cuerpo por lo que no veía cómo podría estarlo un artista. El polaco me suplicó que lo acompañara a la cita. Acordamos entonces que yo lo único que haría sería acompañarlo durante el trance. Con esto en mente, nos pusimos en camino.

Llegamos con 20 minutos de retraso. La sorpresa fue grande al ver que no se trataba de un pintor sino de una clase de pintura. El estudio, una habitación de unos 50 metros cuadrados, estaba lleno de ansiosos principiantes ávidos de lanzarse en la técnica del desnudo masculino.
La sorpresa fue aún peor cuando vi que el polaco estaba muerto del pánico. Cuando el maestro pregunto quién de nosotros iba a ser el primero en lanzarse al ruedo, no tuve más remedio que avanzar con paso firme y ofrecerme como aperitivo. Me quité la ropa tan naturalmente como me fue posible y mirando a todos y cada uno de los presentes les pregunté qué tipo de pose les gustaría. No puedo negar que estaba muerto de miedo pero como nuestro anuncio decía que éramos profesionales y que teníamos mucha experiencia como modelos vivos, no había otra alternativa que asumir la mentira y llevarla hasta el final.

Finalmente el maestro decidió ponerme en el medio de la sala, la cabeza ligeramente inclinada hacia abajo y a la derecha, la pierna derecha ligeramente flexionada y el pie ligeramente en punta como quien sube una escalera, la mano izquierda ligeramente posada sobre la nalga y la mano derecha ligeramente apoyada sobre el muslo derecho. En ese momento entendí que el quid del asunto era ante todo la ligereza, la ligereza de ropas (o la total ausencia), la ligereza de escrúpulos y la ligera impresión de estar haciendo el ridículo.

Mientras oía el ruido de los carboncillos en las hojas vírgenes, fijé la mirada en un punto neutro y comencé a respirar lo mas lento que pude. La idea era mantener el equilibrio, mantener la pose, mantener la idea de que esa no era la primera vez que me encontraba en una situación semejante.

Fue en ese momento, empeloto frente a un grupo de desconocidos que se esforzaban por rendirle justicia a mi anatomía, que descubrí que puedo hacer lo que sea en la vida y que nada me queda grande. Yo que siempre fui bastante púdico, ahora me comportaba como una estatua de mármol. En algún momento giré los ojos hacia una de las hojas que poco a poco se iban llenando de mi. Me encantó lo que vi. Lamentablemente, el maestro se apresuró a indicarle al aprendiz que en realidad los músculos que estaba dibujando no hacían parte del modelo sino de su imaginación.

El polaco, mientras tanto, con la esperanza de darse valor, tomaba una copa de vino detrás de otra. Yo, por mi parte, logré olvidarme completamente de quienes me rodeaban. La noche ya había caído sobre Paris, hacía frío y una lluvia incipiente bañaba las calles. No sé cuánto tiempo duró mi pose. Solo sé que estuve parado sin moverme, envuelto por las olas de calor que salían de los radiadores apostados contra las ventanas, perdido en pensamientos que hoy me sería dificil recordar pero que seguramente podrían resumrse en un incrédulo ¿Qué hago aquí? Después de vestirme, regresé al medio e la sala para constatar que el polaco estaba completamente borracho. No hubo más remedio que empelotarlo y acostarlo en unos cojines. Del desnudo masculino, el Maestro se vio obligado a pasar a la técnica de la naturaleza muerta.

Al final, recibimos la miserable suma de 25 euros. Caminamos bajo la lluvia hasta llegar a la Place des Vosges y nos sentamos debajo de uno de los arcos, frente a una galería de arte, a fumarnos un cigarrillo y después otro y uno más, en silencio. No tuvimos que decir nada. Era evidente que esa sería la primera y la última vez que posabamos para un pintor. En ese momento sentí que realmente estaba viviendo en Paris, que no era un turista y tuve la seguridad de que vendrían tiempos mejores. Tardaron, pero vinieron.

Monday, July 7, 2008

De los 30, la hipófisis, las endorfinas y otras curiosidades






Uno de mis más queridos amigos (aquel que tiene la costumbre de mandarme copas de champaña virtuales) acaba de entrar en la edad de la razón. Continuando con las tradiciones electrónicas, me permití enviarle una copita de ajenjo, lamentando enormemente que el Sabajón Apolo no estuviera incluido dentro del catálogo de copas virtuales.

Después de enviar la copita de ajenjo y viendo que mi querido amigo se autoproclamaba “en la edad de la razón” me pregunté ¿Por qué al cumplir 30 años empezamos a hacernos preguntas que eran completamente innecesarias cuando teníamos 29 años, 364 días, 23 horas y 29 minutos?
Hay que reconocer que en algunos casos las preguntas pesadas empiezan a formularse desde los 23. ¡No se imaginan la cantidad de hombres que conozco que se han quedado calvos antes de los 25!
En todo caso, llegar a los 30 supone pasar una fecha de corte. El balance sobre las primeras 3 décadas, por amargo que pueda ser, se impone con todas las consecuencias desastrosas para el estado de ánimo del interesado.

Yo llegué a los 30 sin casi darme cuenta. Por la noche llené mi apartamento de gente y la nevera de champaña. Cuando se acabó la segunda, se fue la primera y en la soledad del desastre, entre los platos amontonados, las copas apretadas en el lavaplatos, las aceitunas arrugadas, los restos de comida, la cerveza caliente, las colillas acumuladas de cualquier manera y todos los escombros que recuerdan que horas antes todo era alegría, me di cuenta de que era necesario empezar a reflexionar. Fue en esa soledad que el balance se impuso. La primera constatación fue más de orden doméstico: había que limpiar el apartamento. En ese momento habría sido más fácil poner una bomba y remodelar enteramente pero lamentablemente las aseguradoras no cubren los riesgos inherentes al balance treintañero.

La segunda constatación producto del ingrato balance fue la evidencia materialista de no tener absolutamente nada. Las cosas se iban poniendo cada vez peor. Cuando empecé a compararme con aquellos que aún antes de los 30 ya tenían su finca raíz y hasta su finca de recreo, mientras yo apenas podía contar unos cuantos libros repartidos entre dos continentes, cuatro pares de zapatos, cuatro corbatas, tres jeans y una caja llena de chucherías, sentí que no había hecho nada de mi vida.

La cosa habría podido llegar al drama si en ese momento se me hubiera ocurrido compararme con Mark Zuckerberg, que no llega a los 24 y ya tiene una de las mayores fortunas del mundo.

La tercera consecuencia de mi introspección me llevó a lugares más placenteros. Si por el lado material el bote estaba haciendo agua, por otros lados la coraza estaba más que protegida. Sin embargo, independientemente de los éxitos pasados y de todo lo que uno pueda tener o no tener, desear o no desear, los 30 son una fuerte inagotable de preocupaciones y de todo tipo de reflexiones, unas más profundas que otras y en su gran mayoría, inútiles.

Traté de analizar el problema desde todos los puntos de vista. Vi que cuando algunas (digo algunas teniendo cuidado de no caer en generalizaciones groseras que puedan herir a algunas de mis conocidas) mujeres llegan a los 30, la primera preocupación es conseguir un marido y contribuir a la sobrepoblación mundial (excluyo de esta preocupación a todas aquellas que han tenido la “suerte” de casarse antes del tercer piso y a mis conocidas a las que el matrimonio y los hijos les importan un carajo). Cuando pasados los 35 el asunto del marido se ve complicado y sin serias posibilidades de éxito, hay quienes simplemente deciden abonarse al banco de esperma antes de que el infame reloj biológico las deje fuera de combate.

La angustia del género masculino no pretende ser profunda y no toca para nada fibras tan sensibles (estas dos características resultan aplicables también y de manera general, al género masculino). De hecho, nunca he visto a ningún hombre llegar angustiado a los 30 por la pérdida de sustancia de sus espermatozoides o soñando con encontrar quién le reciba un anillo de compromiso. Por el contrario, si he visto muchos preocupados por el tamaño -de sus cuentas bancarias-. Y es que, en efecto, los 30 constituyen aquel momento clave en la vida de un hombre en el que por primera vez la pregunta deja de ser ¿Qué voy a hacer de mi vida? para convertirse en ¿Qué he hecho de mi vida? Es curioso como incluso cuando se tiene 29, todavía podemos darnos el lujo de pensar: “cuando sea grande”.

Volviendo a las virtudes femeninas, es bien conocida su facultad de sanar los momentos de tristeza mediante el uso prolongado e irresponsable de una tarjeta de crédito. Posiblemente el ruido del recibo que se imprime en la maquinita cada vez que una transacción es aceptada, ejerce influencia sobre la hipófisis y genera una alta producción de endorfinas. Por mi parte, cuando llegué a los treinta, decidí que era hora de tener algo mío. Tal vez la terapéutica femenina de “gastar para sanar” era la solución. Como no tengo dinero suficiente para comprar un apartamento y tampoco tengo espacio para poner una biblioteca, decidí que lo mejor era comprarme una moto, o mejor dicho, un scooter. Puse a prueba mi capacidad de endeudamiento y menos de un mes después ya me paseaba por Paris en mi Piaggio MP3 0 kilómetros. Por primera vez tuve algo que realmente me pertenecía y pude decir que llegué a los treinta sin ser un muerto de hambre. Es increíble el efecto que tienen las cosas materiales sobre nuestros estados de ánimo.

Es así como ayudado por un crédito y a medida que aumenta mi pericia para deslizarme por el tráfico parisino, he logrado aceptar que llegar a los 30 no es el fin del mundo y que si bien no tengo ya toda la vida por delante, aún me quedan dos tercios por explorar.

Acabo de cumplir 31 años y pretextando una nueva crisis de vejez, he decidido comprarme un i-phone.

Thursday, July 3, 2008

Qué bueno sería que perdiera el Fouquet's




“Sin embargo para Isabel, que vive sobre la galería del Claridge desde hace más de cincuenta años, la realidad se ha vuelto muy triste. Esta linda dama de 78 años, con su moño rubio impecable, es una de las últimas residentes de la Avenida. Vive en un minúsculo apartamento: dos antiguos cuartos de hotel reunidos.

En su edificio ella no se cruza sino con jóvenes ejecutivos extranjeros que se quedan por unos meses para luego ser remplazados por otros. Hoy, Isabel no se atreve a caminar por los Campos Elíseos. El miedo de ser agredida se lo impide. Hoy en día solo frecuenta el Fouquet’s,. Es tal vez el único lugar del barrio en el que aún puede encontrar gente elegante. Pero ¿Por cuánto tiempo? Su propietario quiere recuperar el local….”




Esta es la traducción informal de un fragmento de un artículo publicado en Le Figaro el 29 de abril de 2008. La historia puede resumirse así: EL Fouquet’s, el elegante restaurante parisino en el que Sarkozy festejó su advenimiento al trono de Francia, funciona en un edificio sobre los Campos Elíseos. Hasta aquí todo va bien, pero resulta que una familia de humildes borgoñones lleva casi cincuenta años luchando por que su “derecho” de propiedad sobre el inmueble le sea reconocido.


Como era de suponerse, el restaurante favorito de Nicolás Primero, contó con la ayuda y la sapiencia de los mejores abogados de la Corte. No puede decirse lo mismo de los Borgoñones. El Tribunal de Gran Instancia de Paris le ha dado la razón al Fouquet’s al sentenciar que hubo prescripción adquisitiva. Los vencidos apelarán.


Que bueno sería que perdiera el Fouquet’s. Si yo fuera el rubicundo jubilado que se presume heredero, lo primero que haría sería desalojar al lujoso restaurante. En su lugar pondría varios localitos del más alto standing que se puedan imaginar. Pondría una tienda de empanadas, una venta de chance, una fotocopiadora, un pequeño local con horno de pizza directamente sobre la avenida como los que hay frente a la Javeriana, un Pan Pa’Ya y un Wimpy. En el segundo piso pondría un almacén de zapatos para travestis y un consultorio de médicos tailandeses especializados en cambio de sexo. Para rematar, el tercer piso sería un Sauna-Turco con el letrero “ambiente familiar y distinguido Timbre siga Usted”.


Pasaría mis días sentado en mi penthouse sobre lo que algún día fuera el elitista Fouquet’s y haciendo prueba de amabilidad, invitaría a la vieja Isabel a tomar el té en mi mayúsculo apartamento, solo para mostrarle que todavía hay gente elegante en el vecindario.


Si, qué bueno sería que perdiera Fouquet’s.

Wednesday, June 25, 2008

¿Por qué Facebook puede irse a la mierda?

Soy miembro de Facebook desde hace poco menos de un año. Hasta hace poco estaba convencido de las innumerables ventajas de la herramienta cibernética. Gracias a Facebook uno puede enterarse de lo que le pasa a todo el mundo, a sus amigos cercanos, lejanos e incluso a sus mas queridos enemigos. Gracias a Facebook, uno puede compartir sus ultimas vivencias y mostrar al mundo los lugares y las personas que lo rodean. Sin embargo no todo es color de rosa.

Facebook también puede resultar irritante. No hay nada peor que recibir diez mil invitaciones para convertirse en vampiro, en hombre lobo, en oso cariñosito o en cienciólogo. Como si uno no tuviera nada que hacer en esta vida. La ventaja es que Factbook no alimenta rencores. Si rechazo una invitación estúpida nadie será informado, ni siquiera el interesado. Si borro amigos de mi lista, no hay odiosas notificaciones que los alerten :”Juan no quiere ser más tu amigo”. Esto, además de preservar una imagen políticamente correcta, permite vaciar el cuarto de los chécheres en total discreción y reducir la lista de “amigos” a justas proporciones.

Facebook es también una vitrina y como todo vendedor que se respete, uno solo pone en la vitrina lo mas bonito y lo que mejor se vende. Es lógico. Yo no pondría en mi vitrina la foto en la que salgo bizco o tuerto. Prefiero mostrarme delante de Buckigham Palace envuelto en un Givenchy rojo o tirado en una playa en l’Ile de Ré o piqueniqueando en el Campo de Marte.

Ademas, la frontera de la intimidad se está desdibujando a pasos agigantados. Con herramientas como los walls y super walls, el intercambio de mensajes personales se hace ahora a gritos y en una especie de ciber-plaza publica. Aun no entiendo por qué a veces en lugar de enviar un mensaje privado, preferimos el wall. Queremos que nos lean, que nos admiren, que nos invadan, que todo el mundo sepa con quién hablamos y en qué términos.

Los problemas están lejos de terminar. Facebook y otras herramientas semejantes están llevando al hombre moderno a parecerse cada vez más al hombre de las cavernas. La comunicación se está transformando y la palabra está perdiendo terreno frente a otras formas de comunicación que, a mi juicio, independientemente de la tecnología que las soporta, son bastante primitivas. Con simples pokes, drinks, gifts y otros tantos artificios, la comunicación al interior de la red se vuelve cada vez más animal y cada vez menos pensante. Ya no tengo necesidad de decirles a mis amigos que estoy contento, que todo va bien. Basta con poner en mi pagina de status que “Juan is feeling happy”. Cada vez tengo menos necesidad de hablar y mis relaciones se vuelven cada vez más visuales, más básicas.

Hace algunos años, cuando el boom de Internet invadió mi vida y la de todas las personas que conozco, fui testigo de la muerte del correo tradicional. Desde que tengo e-mail, no he vuelto a escribir una sola carta de mi puño y letra. Tampoco las he recibido. Lo único que hoy llega a los buzones tradicionales son las facturas. Ya no tiene el menor encanto recibir correo tradicional. Hoy, con la llegada de Facebook, me temo que estemos a punto de presenciar la muerte del correo electrónico. Desde que tengo a mis amigos en Facebook, los e-mails personalizados son cada vez mas raros. Es cierto que es mucho más fácil y rápido hacer un click sobre una listas de amigos y enviar tan solo un par de líneas histoire de dire que nos interesamos y que queremos mucho a tal o cual persona. Si hace 10 años dejé morir en mis manos al correo tradicional y renuncié para siempre a lamer estampillas y sobres, al corazón que bate emocionado ante la carta tanto esperada; hoy me niego a renunciar también al correo electrónico y a las menores emociones que produce el numerito entre paréntesis al lado del Inbox.

Facebook está acabando con las relaciones interpersonales. La semana pasada celebré mi primer cumpleaños desde que soy miembro de Facebook. Al comienzo la experiencia es encantadora. Compañeros de colegio que no veo desde hace 20 años y que todavía me llaman por el apellido (como es costumbre en los colegios masculinos bogotanos) me mandan mensajes de feliz cumpleaños (a todos ellos muchas gracias por los mensajes, sobre todo después de tantos años de ausencia y distancia). El día avanza y los mensajes se multiplican y llegan de parte de quien menos lo espero. El problema comienza cuando las personas que verdaderamente consideramos cercanas se funden entre la multitud. En algún momento del día recibí una copa de Champaña virtual. Lo primero que me dije es, tan lindo el remitente, en cualquier momento llama o escribe largo como es su costumbre, como ha sido todos los años desde 1997. Lamentablemente la llamada nunca llego y lo único que recibí fue una copa virtual que con todo el amor del mundo me encantaría botársela a la cara. A él y a todos aquellos que tenían la costumbre de llamar y que este año se limitaron a dos líneas, poniéndose al mismo nivel de aquellos a quienes no veo hace 20 años.

Por eso Facebook puede irse a la mierda.